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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

Una dosis de pueblo, por favor

No, no es una leyenda urbana, renovar el armario sin pisar una franquicia era posible. Había tiendas para todos los gustos: grandes, estrechas, con baldosas descascarilladas y rótulos de neón

A los 20 años me habría encantado vivir en Nueva York. Ser una tía cargada de glamour, intelectualidad y estilo que camina con deportivas por la Gran Manzana y que, nada más llegar a su oficina de no sé muy bien qué, se pone unos zapatos de tacón. Tac, tac, tac y a pisar fuerte. Un tipo de mujer que queda para tomar bloody marys como si de cafés con leche se tratara. Una mezcla perfecta entre Melanie Griffith en Armas de mujer, Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes y cualquiera de las protagonistas de Sexo en Nueva York. Una mujer hecha a sí misma, independiente. Sin ataduras, ni compromisos, ni comidas de domingo. Alguien que maneja ritmos frenéticos y que comparte un loft con, por ejemplo, una diseñadora gráfica de Hong Kong y un arquitecto de Nueva Zelanda.

Aunque fue bonito mientras duró, la buena noticia es que la imaginación se calma y la realidad se impone. Ni Gran Manzana, ni tacones que nos hacen polvo los juanetes, ni nada. La opción: Palma. Con sus comidas de domingo y ritmos calmados. La ciudad de hace unos años. La que invitaba a caminar y a perder el tiempo. Una ciudad amable. Podías comprar en el colmado de la esquina y se fiaban si decías que pagarías mañana. Los sacos de patatas en el portal y encurtidos en el mostrador no eran una estrategia de marketing para hincarle el diente a tu bolsillo. Los bares con precios razonables existían y los camareros que, nada más verte, te preparaban el bocadillo tostado de queso fresco con anchoas, también. No compartí piso con un neozelandés, pero sí tuve vecinos que se convirtieron en medio amigos. Una vecina me preparaba caldos de pollo cada vez que pillaba anginas, sabía a quién acudir si me faltaba sal o perejil. Y no, no es una leyenda urbana, renovar el armario sin pisar una franquicia era posible. Había tiendas para todos los gustos: grandes, estrechas, con baldosas descascarilladas y rótulos de neón. ¿Un pueblo grande? ¿Una ciudad pequeña? Qué más da. Un lugar auténtico y cómodo. Con personalidad. Una ciudad con las características suficientes como para que una persona pudiera tejer redes y no sentirse sola. No nos dábamos cuenta, pero fuimos afortunados. Salvo excepciones, formábamos parte de un proyecto de ciudad fácilmente habitable.

Algunos pueblos siguen manteniendo esa esencia. Las que tenemos la suerte de haber crecido en uno, volvemos a esos valores una y otra vez. Retornamos a las caras conocidas y a las comidas de domingo. Disfrutamos de las veladas a la fresca en un balancín, de las cafeterías en las que tres generaciones comparten mesa y de las conversaciones de nada y de todo. Perdemos el tiempo escuchando recetas que jamás haremos y quedamos para caminar cuando ya no hace sol. Los vínculos, crear tejido y sentir cercanía aportan bienestar. Muchos estudios sobre personas mayores resaltan la importancia de las relaciones sociales y el impacto en su calidad de vida. No está de más invertir tiempo y energía en repensar qué modelo de ciudad o pueblo queremos. Desarrollo económico, sí. Bienestar, también. Nueva York, Hong Kong o Auckland seguirán ahí. Mientras tanto, una dosis de pueblo, por favor. Y un palo amb sifon, mientras lo esperamos.

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