Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

No con mi indulgencia

El hecho de escribir guiones, de dedicar muchos momentos de mi vida profesional a ficcionar, me ha dotado de una habilidad para marcar distancia con una realidad cada vez menos reflexiva, más impetuosa, que nos obliga a posicionarnos continuamente, a tener una opinión de todo, aunque no esté formada, aunque se sustente sobre la pasión. No solo es bueno, desde un punto de vista analítico, sino que es higiénico para no acabar con el cuerpo y la mente contaminados de ideas tóxicas y adictivas. Podéis llamarlo equidistancia. Yo lo llamo sentido común.

Siento que llevo cinco años viendo la misma serie. El capítulo piloto no fue malo. Hablaba del derecho de los pueblos a la autodeterminación. Luego se estancó, se volvió aburrida, hasta que ahora las tramas han llevado la historia hasta un punto de no retorno. Asistir hoy a la cronología del proceso soberanista en Catalunya es ser espectador de una serie maniquea, retorcida y manipuladora. Una historia de irresponsables que, en su afán por sumar adeptos a su causa, son capaces de provocar una noche de los cristales rotos si con ello enaltecen sus posturas. Desde el Gobierno central se ha vendido como Jungla de cristal. Desde la Generalitat, como Braveheart. Los espectadores creen estar viendo Juego de tronos o House of cards, pero no se confundan. Ya hay algo más relevante que los intereses de los personajes. Hemos entrado en una megalomanía que ha convertido un buen guión político en un remake violento de La guerra de los Rose. Y les recuerdo que los Rose se acaban matando mutuamente.

Contar la historia a retazos, alterar el relato, negar las consecuencias de nuestros actos, apoyarse en la fragilidad de la memoria para construir un discurso agujereado, jugar a la irresponsabilidad de buscar víctimas y verdugos, han sido las estrategias con las que, ambas posiciones, han articulado las tramas de este despropósito. Resulta más rentable hacer las cosas mal que simplemente intentar hacerlas correctamente. Tengo memoria. Recuerdo al PP en la oposición, en 2006, sin ETA activa, buscando desesperadamente un enemigo de la patria para rentabilizarlo políticamente. Mesas en la calle para recoger firmas para celebrar un referéndum anticatalanista tan ilegal como el que ellos prohíben hoy, con la astucia de un elefante en una cacharrería. No olviden que presentaron una iniciativa popular para defender la unidad de España, nunca contra los desahucios y la desigualdad, por ejemplo.

Aquella fue una de las estrategias políticas más miserables que recuerdo. Seguida muy de cerca por la utilización del discurso independentista, que hace siete años era residual, por un político herido de muerte y una corte de ambiciosas ladies Macbeth, para eclipsar su soberana e independiente corrupción, reinventando un sistema pero sin el más mínimo interés en sanearlo. A partir de ahí, la serie se convierte en la historia de dos inconscientes creando una herida donde solo había un sentimiento. Porque la herida les resulta más rentable, políticamente, que el sentimiento.

La mejor manera de controlar a los rebaños es haciéndoles temer al lobo. Y lo que yo tengo claro es que no quiero formar parte de ningún rebaño. Desde el miércoles pasado, esta serie ya no va de independentistas o no. Ni de patrias tan siquiera. Trata sobre pendencieros, sobre camorristas de barra de bar, sobre fanfarrones presumiendo de rabo. Así es una parte de nuestra clase política. La de la desproporción, la de la represión, la de la desobediencia, la de la arrogancia. Los personajes cabales han sido retirados de la trama para ceder todo el protagonismo a los inflamables. Así aseguramos la audiencia. Pero no será con mi indulgencia. No voy a manifestarme para que unos u otros utilicen mi palabra, mi compromiso, para justificar su discurso. Ya sea el de unos rebeldes que quieren acabar con la unidad de España como el de un pueblo sometido a un Estado opresor que les impide vivir en libertad.

Si algo tengo claro tras esta semana es que los gobiernos de Rajoy y Puigdemont están muertos políticamente. Como en La guerra de los Rose, se han asesinado mutuamente. Dos instituciones que empujan a sus pueblos al enfrentamiento demuestran estar incapacitadas para dirigir un Estado de derecho, poniendo en peligro la convivencia, y, lo más importante, evidencian que su capacidad de gestión de un conflicto pasa por tensar una cuerda hasta que las decisiones más antidemocráticas puedan estar justificadas.

Ahí sigue la serie. Le auguro muchas temporadas más -si creen que el sentimiento nacionalista vasco está durmiendo el sueño de los justos, están muy equivocados- pero con protagonistas nuevos. Unos protagonistas cabales que tomen las riendas de este despropósito, se sienten a pactar y dejen de anteponer sus intereses partidistas a la convivencia pacífica entre los pueblos. La clave es diáfana: desconfíe siempre de quien le anime a odiar.

Compartir el artículo

stats