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Soserías

La angosta España

En el principio fue el membrete, dejó escrito por algún sitio Eugenio d'Ors. Han pasado los años y el vigor de su observación conoce nuevo impulso porque él se refería a ese membrete sencillo que se limitaba a decir: "fulanito de tal, subdirector general de competencias delegadas impropias". Hoy este membrete sirve a personajillos de las Administraciones a quienes gusta asustar a algún cuitadiño o impresionar a un vecino.

Bagatelas. El membrete que hoy se lleva tiene mayor empaque. Es el que se pone un territorio proclamándose "nación" y llevando tan pomposo título a escritos, banderas, carteles y esos actos gloriosos en los que se nos humedecen los ojos y nos tiemblan las carnes. Atrás queda la época valetudinaria en la que no se pasaba de provincia, creada en el remoto siglo XIX, o de comunidad autónoma que parecía prometedora en el último tercio del XX pero que, al cabo, se ha quedado en nada, en un quiero y no puedo cuando nos encontramos -como es el caso- en la puja por la gran solemnidad política y administrativa.

Hoy esas denominaciones, esos membretes -vuelvo a d'Ors- son cabal expresión de la frustración y del desengaño, describen una situación deslucida, la propia de quien se ha quedado -como se suele decir- a la luna de Valencia. Estamos en plena cabalgada histórica y, cuando se disfruta de esta emoción, no hay límites a la imaginación, lo que hay son corceles que nos llevan a descubrir los tesoros de los recuerdos opulentos, de esos recuerdos que son como cancioneros bien rimados y escritos con la pluma exaltante de la fantasía.

¿Provincia, comunidad autónoma? Bah, paparruchas: soy nación porque el mundo me hizo así ¿qué le voy a hacer? y ya no admito más trato que el de capítulo propio en los tomos de la historia de don Ramón Menéndez Pidal. Adiós a la condición de nota a pie de página. Pude ser trovador errante, ahora oídme contar y cantar en qué heroicos alcázares se ha bruñido mi pasado. Se acabaron las bromas. Y así, por esta vía, vamos a ir construyendo el Estado español, que no España, una pesadilla alimentada por fascistas y fascistos, cubriendo el territorio de naciones, formando un tapiz de esplendores, de bravos y de bravas y no habrá nadie en Europa que nos pueda igualar.

Porque, ¿qué país europeo puede decir que está preñado de naciones como lo está España? ¿Alemania, Francia, Italia, Portugal? Convengamos en que carecen de nuestra fertilidad, son Estados sin alma, apocados, mortecinos, sin un pasado recordable que llevarse a la boca, son mendigos que piden por el amor de Dios una limosna de Historia. No hay comparación posible con nuestra diversidad, con nuestras identidades que, digámoslo sin altanería pero en alto, resultan irrepetibles, tintineantes de cascadas inesperadas, cometas que arrastran con naturalidad una estela de luz siempre renovada.

¿Carecen algunos territorios del Estado español de episodios históricos que les alcen al rango de naciones (pongamos Asturias, León, Castilla, Sevilla...)? Pues que tengan la humildad de pedir prestados a quien sí dispone de ellos y aun les sobran un rey, una batalla memorable, un fusilado, algo con que edificar su futuro de nación. Tiempo habrá para devolver con intereses este préstamo patriótico.

Oímos a burócratas con membrete ministerial discursear sobre asuntos enojosos como la financiación de las comunidades autónomas o el reparto del agua para regar tomates en Murcia sin darse cuenta de que se trata de patrañas, de restos mortecinos del pasado, de agua que no mueve molino. Lo que se impone son los trasvases de honores para que cada quien disponga de su nación aunque debamos admitir que ha sido un descuido imperdonable que ciudades como Toledo, Alicante, Cáceres, Córdoba, etc. no hayan sabido agenciarse unas glorias históricas en su momento. Pero si algo hay que desterrar en el futuro es el egoísmo entre territorios y territorias que están llamados a formar parte de ese firmamento de naciones que acabará de una vez y por todas con la angosta España.

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