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Susu Moll

La mirada femenina

Susu Moll Sarasola

Batallitas escatológico-perrunas

Este verano recibimos un aviso de la protectora de animales de la escala, Girona, en el que hablaban de una perrita. Mostraban su foto y algo de información. Se llamaba Sasha y tenía siete años. Según decía el aviso, era un cruce de pointer. Sobre la foto también ponía ¡urgente!

Aquel animal estaba muy flaco y necesitaba una familia cuanto antes.

Parece ser que su dueño había muerto en extrañas circunstancias y que la familia no había querido hacerse cargo del perro.

Ha estado un tiempo en la perrera de Girona -me explicó una de las voluntarias de la protectora por teléfono-. Cuando lo sacamos de allí, presentaba signos de malnutrición y tenía las uñas larguísimas de no haber paseado en mucho tiempo.

A pesar de que su historia me conmovió, tenía algunas dudas puesto que convivo con dos niños y una gata, y no quería que ninguno de ellos se sintiera incómodo.

La chica de la protectora me dijo que podíamos probar unos días y ver si todos lográbamos adaptarnos. Y firmé un primer contrato de acogida sin compromiso. Si las cosas salían bien, la adoptaría y si no, ellos buscarían otra familia.

Así fue como Sasha entró en nuestras vidas.

De un día para otro me vi dando largos paseos y recogiendo heces de perro, algo a lo que, os aseguro, le tenía verdadera tirria. De hecho me compadecía de quienes se veían obligados a hacerlo, no había más que mirar sus caras de circunstancias en el momento preciso. Pensaba que jamás tendría perro sólo por evitarme semejante suplicio.

Ahora lo siento como un mal menor porque estar con ella lo compensa con creces. Además, he logrado darle la vuelta al asunto. La recogida de heces es todo un arte. La primera vez que me enfrenté a ello, metí la pata hasta el fondo y acabé literalmente pringada. Como siempre voy con prisa y algo descolocada, al agacharme, el bolso hizo efecto péndulo y se me fue directo hacia aquel despojo nauseabundo que parecía tener una especie de imán misterioso porque toda yo tendía hacia él irremediablemente. Menos mal que nadie lo vio. Sólo me faltó caer de cabeza.

La lección del primer día no la olvidaré en la vida. Ahora, cada mañana cargo la bolsa de la perra de bolsitas de plástico, toallitas dodot y una botella llena de agua con un poco de jabón.

Cuando Sasha defeca en cualquier inesperado lugar de la calzada, yo me detengo. ¡Muy importante! Recoloco el bolso en el hombro para evitar traiciones de la física. Me aparto el cabello, saco la bolsita, me agacho con cierta elegancia, recojo el regalito con la bolsita, y como veo que en el suelo siempre queda algún desagradable resto, saco las toallitas dodot, doblo dos o tres juntas, remato la faena, introduzco las toallitas también en la bolsa, la cierro bien y la tiro a la basura.

Detesto las calles con olor a orín. Me sucede como con las personas, por muy hermosas que sean si huelen mal, huyo. Cuando Sasha orina suele hacerlo en los alcorques aunque a veces también en cualquier lugar imprevisible. Entonces, saco mi botella y lanzo medio litro de agua con jabón sobre el charco de orín, jabón natural por supuesto, para no andar contaminando a los pobres árboles que no tienen la culpa de que algunas seamos unas obsesas de la limpieza.

El otro día un abuelo del barrio me dijo, ¡ay hija si todos hicieran como tú!

Se me hinchó el pecho de orgullo. Vivo en una comarca que se salta la ley como si nada y yo limpiándoles el suelo gratuitamente. Tiene bemoles el asunto.

A pesar de ser mansa como una vaca, Sasha tiene algo de cazadora y se vuelve loca en la montaña. Tendríais que verla restregándose en la tierra, devorando palos y metiéndose en todos los charcos imaginables.

Viendo que todos estábamos encantados con ella, la gata incluida, hace cosa de un mes formalicé su adopción con el veterinario de la protectora.

Aquí la tengo, a mi lado. Cuando escribo, ella duerme plácidamente.

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