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Marga Vives

Por cuenta propia

Marga Vives

Cuestión de criterios

La fábula es muy sencilla, tanto que me la contó un niño. Es la de un leñador pobre al que le cayó el hacha al fondo de un lago. Mientras lloraba su desgracia apareció un hada dispuesta a echarle una mano. "¿Cuál era tu hacha; la de oro o la de plata?", dicen que le preguntó. "Ninguna de las dos", contestó él abrumado, pero con sinceridad. Al regresar a su humilde aldea relató lo sucedido a un vecino, también leñador. Éste, obstinado en hallar a la ninfa, se dirigió al lago, lanzó intencionadamente su hacha al agua y al momento ella se le apareció con la misma pregunta. "Ambas", mintió él en su respuesta. Uno de los dos se quedó sin herramienta de trabajo. El otro se llevó a casa dos hachas de gran valor que seguramente le resolvieron el porvenir. El último "spoiler" lo dejaré para el final.

El mundo podría ser, por lo general, un lugar maravilloso. Muchas personas ya lo son. Luego están las que toman las decisiones en el hueco inmenso que deja el interés colectivo, cedido o usurpado. En esa categoría la curva de la fascinación se precipita y arroja un promedio de humanidad bastante mediocre, además de guerras o, por lo menos, malos rollos. Es un impulso que se manifiesta en los años de patio de colegio y se desarrolla hasta llegar a las tribunas, donde las diatribas se zanjan al final de espaldas a los códigos comunes, secuestradas por impulsos tan primitivos como la codicia, la envidia o la soberbia, que ya se sabe que son ciegos.

Pero como del desafío catalán ya se habla en abundancia, opto por dedicar el esfuerzo a alguna de las muchas otras actualidades que pierden brillo por perseverantes, o porque no son producto de ningún choque de trenes sino que sucumben discretamente bajo la apisonadora económica. Ahora que termina por decreto la crisis y las grandes fortunas airean su capital, los nuevos desahucios los protagonizan los viejos negocios. El torrente voraz de dividendos extiende su fortaleza y arrasa a su paso mercerías seculares, bares añejos y solares reconvertidos en oasis urbanos gracias a la ilusión de un puñado de vecinos. Todo eso se desvanece. El dinero desfigura el aspecto original de la ciudad con una cirugía que uniformiza, despersonaliza y aliena. Cada vez son menos los propietarios y más los inquilinos de paso en barrios donde las grandes cadenas y las franquicias empiezan a profanar el espacio natural de la antigua tienda de campanilla en la puerta, donde se compraba por unidades en medio de un silencio solo interrumpido por la conversación o por el leve sonido del roce de los artículos al ser desplegados sobre el mostrador.

"La estrategia del caracol" es una película de Sergio Cabrera, de 1993, en la que los humildes inquilinos de un bloque de viviendas, la casa Uribe, acuciados por las intenciones del dueño del inmueble de recuperar ese espacio para sus proyectos inmobiliarios, resuelven desmontar el edificio y trasladarlo a una colina en las afueras de Bogotá. La vida está llena de fábulas y esta apela a la dignidad. ¿Quién decide quiénes merecen habitar un lugar? Siempre el dinero, y hoy más.

¿Quiénes eligen quién tiene derecho a enfermar? Se regatea la Sanidad al que no genera caja común, y en el fragor de la discusión aparecen miles de millones de euros públicos que tomaron un atajo deliberadamente equivocado, cuyo interés general es discutible. Luego había presupuesto, otra cosa son las prioridades. Evidentemente creyeron que es más difícil reemplazar un banco que a varias decenas de miles de extranjeros pobres y anónimos. Cuestión de criterio. En nombre de la austeridad se les expulsó del sistema y perdieron el acceso normalizado a tratamientos y programas preventivos que sí se recomiendan o prescriben al resto de vecinos. El debate sobre la universalidad de esta prestación debería haberse zanjado antes de empezar pero qué sensibilidad cabe esperar de quiénes apartan la vista del vergonzoso sarcófago que es ahora el Mediterráneo.

Mientras tanto seguimos pagando deuda a razón de la mitad del presupuesto autonómico por los siglos de los siglos; la gestión ambiciosa del dinero público es una rémora y se han dado escasas explicaciones de, por ejemplo, por qué ese endeudamiento no ha servido al menos para que hoy no haya que desesperar meses para una prueba médica o impedir que se siga escolarizando en barracones. Y en los tribunales un ex jefe de Govern y sus antiguos acólitos se despachan entre si las culpas con dedos acusatorios y con insinuaciones de "bullying". ¿Cómo no dijeron antes que el President les amedrentaba? Más bien parecían admirarlo.

¿Podrían explicarme qué fascinación se siente por el que aprende a acumular más riqueza de la que necesita o a exhibir más de la que tiene? ¿Cómo podemos aceptar sin cuestionarla la finitud del dinero que a otros les parece naturalmente ilimitado?

En el cuento del leñador la codicia es reprimida y la honradez se premia, aunque fuera de la ficción la percepción de las cosas ha dado un giro y muchos no quieren cometer la ingenuidad de ser honestos. En el mundo de carne y hueso el pícaro se habría quedado con las hachas de oro y plata, además de la suya y la de su compañero, y con el hada. No sé qué moralejas habremos mamado para creer que eso es ley de vida. Puede que la figura del Lazarillo se nos haya ido de las manos. La parte buena de esta historia es que la fábula me la contó mi hijo de diez años. Qué alivio.

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