¿Conoce usted de cerca a algún catalán que no se dedique a la política, que viva en el Principado y que esté por tanto sufriendo de cerca el inagotable Procés? ¿Viaja usted con alguna frecuencia a Cataluña y palpa el estado de ánimo de la gente a fuerza de hablar con ella, de pulsar su disposición en estas fechas? Yo sí, y la conclusión que se obtiene con esta aproximación es iluminadora.
La opinión es en este caso subjetiva y no científica, pero mi experiencia en este asunto es desoladora: mucha gente de allá está ahíta de soflamas que no comparte, de animadversiones que no entiende y de mentiras de variado pelaje que intuye y rechaza. Y, lo que es más grave, se halla preocupada porque la cuestión de la independencia se ha introducido como una cuña en su círculo familiar y social. Hay familias que se han roto irremisiblemente por esta causa y otras que han prohibido tajantemente hablar del monotema en los encuentros familiares para evitar los roces. Grupos de amigos se han disuelto o dividido por la misma causa, y han resurgido enemistades que se habían aplacado al socaire de la nueva división.
Hasta los soberanistas más enardecidos reconocen que Cataluña está dividida; que hay dos grandes mayorías, una independentista y la otra no; que no existe ni mucho menos unanimidad. Y si las cosas son así, ¿valía realmente la pena hurgar en la herida, profundizar en la división, acentuar las confrontaciones, para acabar todos en el terreno desolado de la tierra quemada?