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En vísperas de un golpe de Estado

Hace un par de días metí las narices tuiteras hasta el fondo de una plácida charca en la que se bañaban en sus propios efluvios morales varios entusiastas partidarios de la independencia de Cataluña. No aguanté mucho. La edad nos hace menos resistentes a la majadería ajena y más consciente de las propias. Los afectos al procés repitieron todo el estúpido argumentario que se ha encapsulado y vendido desde hace años desde el poder institucional, los medios de comunicación rumiantes, los intelectuales pesebristas, la izquierda carlistona y rufianesca que se hace pasar por modernuqui, dos o tres centenares de politicuchos y funcionarios investigados, procesados o condenados efectiva o potencialmente. No, no es tan difícil entender las razones o sinrazones que llevan a la mitad de los catalanes a anhelar la independencia política por sobre todas las cosas. En unas elecciones autonómicas, a principios de los años noventa, Marta Ferrusola hacía campaña por tiendas y peluquerías del centro de Barcelona y una dependienta le espetó de repente: "¿Y la independencia, para cuándo?" La señora de Pujol contestó inmediatamente: "Ya nos gustaría, ya". Sí, siempre les ha gustado. Si dispusieron de un cuarto de siglo de una impunidad extraordinariamente rentable, ¿qué eternidades no hubieran podido meterse en el bolsillo al frente de un Estado con su propio sistema judicial, por ejemplo?

Nadie cree ya en las virtudes taumatúrgicas de la globalización. La socialdemocracia parece un chiste viejo que ya no le hace gracia a nadie. La derecha de este país es como un queso viejo: de lejos da el pego, sobre un mantel azul y blanco, pero te acercas un poco y todo apesta. El comunismo un cuento de viejas antropófagas. Queda, sin embargo, una ilusión. Construir un país. Ninguno de los juegos del supermercado ideológico tiene interés, salvo precisamente ese: vamos a hacer un Estado como una cometa, una cometa como un Estado, que nos impulse a un futuro limpio, promisorio, enteramente y para siempre nuestro. Si esa fantasía se materializara finalmente lo menos grave que ocurriría sería que los catalanes descubrieran que su libertad y su autonomía como individuos no habría aumentado un ápice. Pero la emoción épica y su imaginario simbólico lo inunda todo. "Igual nos morimos de hambre este invierno", decía un colono norteamericano a mediados del siglo XIX en su última carta, "pero nos enterrarán en nuestra tierra". En esa independencia como única vía factible para practicar la política y no resignarse a la vulgaridad de la gestión, a la lucha flatulenta contra la corrupción, al mortecino cansancio frente de lo que parece inmodificable, sea el Estado español, el capitalismo clientelar, la extinción o supervivencia del cuerpo de notarios, las alevosas victorias del Real Madrid: lo que usted quiera. Compre su propia trivialidad, que se ha admitimos como pasaje en el viaje hacia Ítaca, como adelantó ese gran patriota, Artur Mas.

Y ya puestos te dicen que la democracia está siempre encima de la ley, como si pudiera concebirse -solo concebirse- una democracia que prescindiera del Estado de Derecho. Es lo peor. La ignorancia. La mentira. La conculcación oligofrénica y planificada de la legalidad democrática. Claro que es un golpe de Estado. No desde la calle o la sociedad civil, sino desde los despachos enmoquetados, los coches oficiales y los restaurantes de lujo. Vamos todos a sufrir por el cerrilismo presidido por el terror a la desaparición política, por el cálculo electoral o las almorranas revolucionarias de una tropa de putones irresponsables, es decir, de patriotas.

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