Los secesionistas han presentado en el Parlamento catalán su anunciada proposición de ley de desconexión con el Estado. La denominación del texto es la de ¨Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la República¨. Sus promotores -los grupos parlamentarios de Junts pel sí y la CUP- pretenden su aprobación fulgurante, aunque, como todo esto resulta un despropósito, manejan también la posibilidad de su adopción mediante decreto-ley. ¡Más democrático imposible! Si levantara la cabeza, Lluís Companys, aplaudiría entusiasmado la osadía de sus sucesores.

El documento objeto de la citada iniciativa legislativa contiene nada menos que 89 artículos y tres disposiciones finales, y puede calificarse de auténtico carajal jurídico, aunque sus líneas principales están muy claras. Tras proclamar, con plena desinhibición, que ¨Cataluña se constituye en una República de Derecho, democrática y social¨ (art. 1), y que la soberanía nacional pertenece al pueblo catalán, del que emanan todos los poderes del nuevo Estado (art. 2), declara igualmente que ¨mientras no sea aprobada la Constitución de la República, la presente Ley es la norma suprema del ordenamiento jurídico catalán¨ (art. 3). La Ley de transitoriedad se postula, por tanto, como una disposición auténticamente constitucional, que desplazará a todas aquellas normas que se le opongan, incluida, desde luego, la Constitución española. Así se establece, además, en el artículo 10.1, según el cual las normas locales, autonómicas y estatales vigentes en Cataluña en el momento de entrada en vigor de dicha Ley se continuarán aplicando únicamente en todo aquello que no la contravengan, ni contravengan tampoco el derecho catalán aprobado con posterioridad a la misma.

Esta ley de ruptura con España, dado su carácter fundacional y constitutivo de la República catalana, es en sí misma un acto de plena soberanía. De llegar a aprobarse, como así parece que va a suceder de un modo u otro, tendrá lugar una verdadera declaración de independencia, por más que la declaración "formal" al respecto la efectuará el Parlament si se produce la victoria del voto afirmativo en el plebiscito que se va a convocar para el próximo 1 de octubre al amparo de otra ley igualmente expresiva de la soberanía catalana. Se trata de la Ley del referéndum de autodeterminación de Cataluña, cuyo texto fue presentado en la Asamblea catalana por las mismas fuerzas políticas el pasado 4 de julio. Para evitar su inmediata impugnación ante el Tribunal Constitucional, ninguna de las dos iniciativas legislativas ha sido aún admitida a trámite por la Mesa de la Cámara. Prosigue, pues, aunque ya en su fase final, el juego del ratón y el gato entre los separatistas y el Estado.

En definitiva, la ruptura ya está aquí. Desde luego, si el Gobierno de Mariano Rajoy, que a la sazón contaba con mayoría absoluta en el Congreso y en el Senado, hubiera cumplido con su deber de proteger la Constitución en el muy grave episodio del plebiscito del 9 de noviembre de 2014, y hubiese impedido por consiguiente la apertura de los colegios electorales, no estaríamos ahora, casi tres años después, ante el envite secesionista que se nos viene encima. Tanto Rajoy como sus ministros aseguran reiteradamente que el órdago actual no va a prosperar, que estemos tranquilos porque el referéndum no se celebrará. Pero el contumaz dontancredismo del presidente -un gran maestro en el arte de ponerse de perfil y de escurrir el bulto- no nos permite sosiego alguno en esta cada vez más dramática coyuntura.

Todos los escenarios han sido contemplados y todas las medidas a adoptar se han tenido en cuenta, nos aseguran en el entorno gubernamental. Sin embargo, pueden ustedes apostar a que lo único que se baraja es acudir al TC e instar la ejecución de sus resoluciones. ¿Será ello suficiente para frenar la acción de los separatistas? No me parece que la unidad del país deba preservarse con las reglas y la emoción del juego de póquer. Fiarlo todo a la acción de la justicia y no hacer nada políticamente resulta suicida.

No obstante, en este embrollo desconfío tanto del Gobierno como de la oposición. Ante todo porque nuestras izquierdas siempre han tenido, y continúan teniendo, una inexplicable proclividad hacia el nacionalismo periférico. Es algo así como la beatería papanatatesca de los británicos de a pie hacia la realeza y la aristocracia de la sangre. Por si ello fuera poco, en un partido de la importancia sistémica del PSOE, históricamente sometido a fuertes corrientes internas enfrentadas (lo que ya resultó funesto para la suerte de la II República), hay más fulanismos que ideología, y eso malamente lo disfraza la permanente apelación a un hasta ahora inconcreto y difuso federalismo como mágico remedio de todos los males. En cuanto a Podemos, el brioso carácter de Pablo Iglesias no ha impedido que su espectacular salida al ruedo político esté acabando por diluirse en una confederación de naderías personales y taifas territoriales, camino hacia la irrelevancia absoluta. También aquí hay más cantonalismo que doctrina.

Así las cosas, sólo cabe esperar que los locos carezcan de temperamento heroico. Pero se lo hemos puesto todo tan fácil, y desde hace tanto tiempo, que al presente ni heroísmo precisan. Les basta con la terquedad.

* Catedrático de Derecho Constitucional