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Antonio Papell

La ruptura descabellada

Y no sé una palabra de Derecho, pero sí sé, cuando llega el caso, quedarme atónito. El viejo aforismo, atribuido a Ortega, viene perfectamente al caso de la propuesta de ley de transitoriedad política y fundacional de la república, presentada conjuntamente por los grupos parlamentarios de Junts pel Sí y la CUP, y que la mayoría independentista piensa aprobar antes del 1-O para que la ciudadanía sepa, a la hora de ir a votar en el imaginario referéndum, lo que sucedería si ganara el sí.

La ley es pueril, y así lo detectará, de entrada quien caiga en la cuenta de que un parlamento autonómico como el catalán tiene perfectamente tasadas las materias de su competencia, y de la misma manera que -pongamos por caso- no puede dar la orden de acuñar moneda o declarar la guerra a un tercer país, tampoco puede dictar una norma que está radicalmente en contra del Constitución y el estatut de autonomía del que emanan el propio parlamento en cuestión y su potestad legislativa limitada.

Pero, dicho esto, la lectura de la pieza jurídica cuya autoría debe permanecer anónima si no se quiere enterrar profesionalmente a los aficionados que la han redactado, resulta llamativa en varios aspectos pero sobre todo en uno, en que el despropósito es chirriante: la norma prevé en su título VII la celebración de un proceso constituyente que constará de tres fases sucesivas (artículo 86): "una primera, de proceso participativo; una segunda, de elecciones constituyentes y de elaboración de una propuesta de Constitución por la Asamblea Constituyente; una tercera, de ratificación de la Constitución por medio de un referéndum". Pues bien: en el artículo 88, que se refiere a la Asamblea Constituyente y al proceso de redacción dela Constitución, se establece que la propuesta aprobada por la Asamblea "habrá de aprobarse por mayoría de 3/5 de los miembros del Pleno en votación final sobre el conjunto del texto". Pero que nadie se alarme: "si no se alcanzase dicha mayoría -dispone el proyecto de ley-, en la segunda votación es suficiente la mayoría absoluta; y si no se obtiene, se seguirá deliberando y sometiendo a votación nuevas propuestas hasta obtenerla. Además -se dice, "ninguna de las decisiones de la Asamblea constituyente, en el ejercicio del poder constituyente, serán susceptibles de control, suspensión o impugnación por ningún otro poder, juzgado o tribunal".

Hay dos elementos delirantes en todo esto. Uno primero, que una norma, sin duda nula porque el órgano que la elabora no tiene competencia sobre la materia que trata de regular, decida que su articulado queda fuera del control jurisdiccional del estado de derecho. El desparpajo de la pretensión es tan evidente que suscita una sonrisa de conmiseración.

El segundo elemento estridente es que el propio legislador introduce una mayoría cualificada (de tres quintos) para aprobar la nueva Constitución en la cámara constituyente (inferior a la necesaria para reformar el estatuto, que es dos tercios). Naturalmente -no vamos a estropear la fiesta-, si no se obtiene a la primera, bastará con la mayoría absoluta, pero es significativo que quien quiere romper el Estado español sin disponer de mayoría absoluta de votos en la propia región secesionista crea conveniente que la pretendida norma de convivencia futura disponga de un respaldo excepcional, que otorgue un plus de legitimidad a la propuesta, muy debilitada por la razón contraria: la evidencia de que el independentismo que está intentando de organizar este colosal estropicio ni siquiera posee mayoría bastante en su territorio. El ordenamiento vigente, que no deja de estarlo por el hecho de que unos cuantos lo cuestionen, establece que la mera reforma del estatuto de autonomía requiere mayorías cualificadas? ¿y ahora se pretende romper el estado y aprobar una especie de carta magna particular sin otro apoyo que le de unos soberanistas que no disponen -el recuento se ha hecho ya varias veces- ni siquiera de mayoría absoluta de electores?

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