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Antonio Papell

Compañeros de viaje

A medida que se va aproximando el 1-O, la Candidatura de Unidad Popular (CUP) ha ido apretando las tuercas a los del PDECat, sus socios de designio independentista, con cierta complacencia -que todo hay que decirlo- de Esquerra Republicaba de Cataluña, cuyo líder, Oriol Junqueras, se ve ye presidente de la bucólica República Catalana, dado que sus partenaires en Junts pel Sí, la antigua Convergència i Unió, no han conseguido rehacerse de su dramático hundimiento al descubrirse que aquel famoso pecado del 3% no era ajeno al patriarca Pujol ya su familia casi al completo.

Primero, la CUP forzó la humillante renuncia de Artur Mas a sus aspiraciones a la presidencia de la Generalitat, e impuso a un presidente títere, manifiestamente bisoño e inapropiado para tan relevante cargo, Puigdemont. Más tarde, la CUP promovió la depuración de los tibios con la secesión, que el improvisado president no tuvo más remedio que acatar disciplinadamente, y que se llevó por delante a los consejeros Jordi Baiget, Neus Munté, Jordi Jané y Meritxell Ruiz, así como a numerosos segundos niveles que no estaban tampoco dispuestos a vulnerar la legalidad. Aún más recientemente, la CUP ha lanzado su arremetida contra Santi Vila, consejero de Empresa y Conocimiento, quien criticó con inobjetable dureza las muestras de agresiva turismofobia que los jóvenes cachorros de la CUP, bajo la denominación de Arrán (Al borde), habían derrochado para destruir una de las principales industrias catalana y española. El PDECat se cerró banda a la pretensión de represaliar a Vila, pero Anna Gabriel, siempre excesiva, se cuidó de dejar sentado que ve a Vila como un consejero "para ricos" pero no para la Cataluña posconsulta. Ya lo sabe este joven político, uno de los pocos de su hemisferio ideológico conscientes del dislate que se está cometiendo: si hubiera independencia, debería resignarse al ostracismo y quién sabe si a males mayores (las purgas siempre tuvieron un final incierto). O a exiliarse a España.

La CUP no ha ocultado nunca que su gran preferencia táctica es la independencia, aunque su proyecto de país está en las antípodas de las formaciones agrupadas en JxS. Pero la independencia, si se consiguiera, no tendría por qué cambiar la actual correlación de fuerzas en Cataluña, lo que significa que los soberanistas democráticos seguirían necesitando a los antisistema para gobernar, para construir desde los cimientos las "estructuras de Estado" que necesitarían. ¿Y alguien piensa, desde las filas de ERC y del PDECat, que sería posible erigir un Estado moderno cumpliendo las exigencias de los radicales, que, como primera condición, impondrían la renuncia a pertenecer a la UE y a la OTAN? ¿Y cuánto tiempo permanecerían en Cataluña las empresas que no se hubieran marchado todavía si la CUP consiguiera imponer sus criterios fiscales y económicos?

En estas condiciones tan inciertas, ¿están seguros los impulsores de la secesión que tienen detrás a una muchedumbre entusiasmada? Porque la sensación que transmite la sociedad catalana es más bien la contraria. La causa del soberanismo produce gran hastío a la inmensa mayoría de los ciudadanos, que lo manifestará sin ambages en cuanto sepa que no recibirá represalias por denunciar, como en el cuento de Andersen, que el rey está desnudo.

La segregación catalana, promovida por grupos mediocres que en buena medida han optado por esa huida para no tener que rendir cuentas por su ligereza moral en épocas cercanas, es sin duda alguna un dislate, en esta Europa del siglo XXI y en una España que ha encontrado fórmulas aceptables -y mejorables por vías pacíficas- de integración de la diversidad. Pero hacerlo por añadidura en compañía de la CUP, que pretende implantar una utopía colectivista que ya no tiene partidarios en el mundo, supera cualquier disparate imaginable. Sólo por eso, los impulsores de la fractura deberían echar pie a tierra y poner fin a este viaje de locos.

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