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Malagosto

Hay días en los que todo se complica, en los que los argumentos tan claramente definidos hasta entonces se convierten en una maraña de ideas controvertidas de las que es difícil extraer algo de sensatez. Nos pasa de repente con el turismo.

El turismo es bueno. Permite exhibir con orgullo los tesoros propios ante el visitante. Permite enriquecerse. Permite orearse. Permite ligar con las suecas. Fomenta el desarrollo con todas sus inmensas lacras. Coloca al país en el mapa del mundo civilizado. Y hace de las playas un espacio impracticable.

Hasta hace tres cuartos de siglo los turistas eran unos pocos miles de ricos que podían permitirse el lujo de viajar a lugares exóticos. Empezaban a explorar las ruinas de Pompeya; llegaban en barcazas al hotel Formentor desde Pollença; bajaban por el Rin en busca del anillo de los Nibelungos; viajaban a la ópera en Manaos o el Cairo. Eran los únicos que se lo podían permitir.

Y llegaron el 600 y Fraga Iribarne, por este orden. El uno como símbolo de una sociedad que empezaba a enriquecerse, el otro para impulsar el desarrollo vendiendo sol y playas. ¿Qué fue primero, Benidorm o Palma? A Benidorm empezaron a fluir funcionarios, electricistas, fontaneros, rentistas pequeños, profesores, jubilados, empleadas del hogar mal pagadas, la clase media que despuntaba después del horror de la pobreza. ¿Hay que prohibir Benidorm porque está lleno?

¿Qué lo arruinó todo? La feroz voluntad de ganar dinero a toda velocidad con construcciones de mala calidad ocupando todo el territorio playero a base de cortar pinos. Y de pronto, ya no hacían turismo solo los pudientes: empezaron a hacerlo las masas venidas del norte en busca de sol y vino barato. ¿Y por qué no? Es nuestra principal industria, solo que al aprendiz de brujo se le soliviantaron los experimentos y de esos polvos llegaron estos lodos. Y los idiotas. Y los cruceros.

Nuestro defecto estructural nace de que, entusiasmadas con los millones de visitantes anuales (35 millones, 40, 60, este año hemos batido todos los records, 70, ya somos el país más visitado del mundo), las autoridades no llegaron a percibir que podíamos morir de éxito. No hicieron nada más que refocilarse en lo importantes que somos. No se les ocurrió que este fenómeno debía regularse para controlarlo de forma racional.

Y las gentes empezaron a decirse ¿por qué los hoteles sí y nosotros no? ¿Por qué no voy a poder alquilar mi casa, mi piso, mi habitación para ganar un dinero tan legítimo como el que ganan los hoteleros? A nadie se le ocurrió poner límites al desmadre. No a la invasión: al desmadre. Ni un solo gobernante previó la que se nos venía encima. Y no era demasiado difícil: en lugar de la acelerada regulación forzada por la presión, habría sido sencillo prohibir alquileres turísticos en casas de comunidad de vecinos, habría sido útil prohibir que las empresas de alquiler de coches aparcaran en las calles los que tienen disponibles, habría sido útil disciplinar los locales de esparcimiento (y no permitir que los controlaran las mafias), habría sido sencillo impedir que invadieran las calles borrachos desnudos copulando en las aceras. Sencillo.

Dicho todo lo cual, seguiríamos teniendo la presión brutal de una población turística incontrolable. De modo que los excesos no son el problema. Tampoco son la solución los grupos de idiotas que se manifiestan contra el turismo. Tienen un doble problema: carecen de agallas para manifestarse en los lugares de turismo barato porque los borrachos los coserían a tortas; y querrían volver al estado de naturaleza pura sin hoteles ni coches (que tenían a sus abuelos muriéndose de hambre y vendiendo aceitunas). Los idiotas, leninistas amables, serán los que ganen luego un poco de dinero con cuyo ahorro se irán a vacacionar al extranjero. Lo mismo que las camareras indecentemente explotadas por los hoteleros. Tienen derecho a vivir como el que más. Y se gastarán todos los ahorros duramente conseguidos a lo largo del año para tirarse en una playa atestada y cocerse al sol, dios las bendiga. ¿Quién dijo que hay que trasformar la calidad del turismo que llega? ¿Cómo se hace eso? ¿Dar marcha atrás ahora?

¿Qué más hay en el verano? Se incendian los bosques, la violencia de género crece, los controladores y los vigilantes de seguridad van a la huelga (porque no se les ha ocurrido aún a los pilotos), los campings se inundan, los autobuses se despeñan y los subsaharianos toman la frontera de Ceuta al asalto. Y Trump, el gran idiota, saca pecho y le dice al gran y amado líder norcoreano que lo va a machacar; el gran y amado líder dice lo de siempre: que va a destruir Chicago o Guam (cuyos habitantes, además, no votaron por Trump). ¿A quién se le ocurre avisar? Los japoneses no avisaron cuando lo de Pearl Harbour. Y vaya si iban en serio.

En fin, un agosto como todos los agostos.

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