En el famoso arranque de la novela Tiempos difíciles, el escritor inglés Charles Dickens aseguraba que, en esta vida, lo único que cuenta son los hechos concretos y objetivables. Así que, al enfocar la cuestión que nos ocupa, conviene que prestemos atención en primer lugar a una serie de datos que avalan una percepción subjetiva compartida por buena parte de la ciudadanía balear: el caos circulatorio que afecta a nuestras carreteras, como consecuencia del exceso de automóviles y de unas infraestructuras insuficientes para absorber el actual tráfico rodado. Vayamos a las cifras: en Mallorca hay registrados unos 740.000 vehículos en propiedad, a los que hay que añadir entre 60.000 y 70.000 que conforman la flota de alquiler comercializada en la isla, pero que no se encuentra censada aquí. En números redondos, hablamos de más de 800.000 coches que circulan por las carreteras mallorquinas frente al poco más de medio millón de vehículos censados a principios de siglo. De mantenerse esta tendencia, en apenas un lustro -en el año 2022-, cruzaremos la línea roja del millón de automóviles: una cifra estratosférica -un coche por habitante- sin apenas parangón en el mundo desarrollado. Por supuesto, estos números de vértigo inciden de forma directa en la saturación de las infraestructuras viarias y en la notoria insuficiencia de plazas de aparcamiento. A pesar de que la más congestionada sea la Vía de Cintura -por la que circulan diariamente 180.000 vehículos-, en realidad la práctica totalidad de la isla -autovías, carreteras desdobladas y comarcales, tráfico urbano€- se encuentra afectada por esta compleja problemática, que incluye la contaminación ambiental, la falta de fluidez y los atascos en los desplazamientos, las serias dificultades para estacionar y un mayor riesgo de accidentes.

La política es el arte de lo posible y, por tanto, de las pequeñas mejoras que se van acumulando con el tiempo. No cabe duda de que los responsables públicos deben actuar con una batería de medidas lo suficientemente amplia para moderar una tendencia que el mercado por sí solo se muestra incapaz de contener. Algunas se han empezado a adoptar ya de modo piloto, a la espera de que sus efectos puedan ser analizados con el debido rigor. Es el caso, por ejemplo, de las restricciones de tráfico en determinados espacios turísticos de notable valor ecológico, que se ven compensadas por el uso de autobuses lanzadera. Otra medida a considerar es poner freno a la comercialización por parte de determinadas empresas de rent-a-car que no responden a las características propias de un código de buenas prácticas. Impulsar este código con un sello que garantice la calidad en la comercialización del servicio sería sin duda un paso en la dirección adecuada. El Govern estudia además la posibilidad de imponer una ecotasa al sector, una medida polémica -como lo son todas las subidas impositivas- que no se debe descartar de entrada. Unas tasas correctamente diseñadas pueden cumplir la doble misión de racionalizar la oferta e incrementar la recaudación, la cual a su vez podría reinvertirse en la necesaria mejora del transporte público y en la puesta al día de algunas infraestructuras clave. Hay que esperar qué decisión tomará finalmente el Govern al respecto, pero -decida lo que decida- resulta indiscutible la urgencia de un debate que permita racionalizar un problema real que nos afecta a todos.