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Blanco

Debo de ser el enésimo que consigna sus pensamientos sobre la muerte de Miguel Ángel Blanco y sus efectos pero no puedo acallar la memoria. Mi memoria. En general me tomo los acontecimientos con escepticismo (¿con cinismo?), con una pizca de sal, dicen los ingleses, nunca muy convencido de las consecuencias buenas o malas de lo que ocurre a mi alrededor. Siempre convencido de que algo pasará que lo altere todo. Bueno, sí, me enfado con Trump porque es un payaso patoso y sin criterio, me irrito con el Brexit por la enorme estupidez del timo perpetrado contra los británicos. Me enfurecen el nacionalismo y sus consecuencias para Cataluña (sugiero que el próximo manga será una criatura rubia peinada a rastrillo sobre la frente y de nombre Ivanka Puigdemont, que se sentará en un sillón presidencial para el que nadie la eligió y se convertirá en la heroína inútil de una historia pronto concluida). Me estorba el atasco en el que nos tiene sumidos la corrupción generalizada en España y el inexplicable camino simbiótico que recorren victoria electoral y podredumbre. Son los míos muchos enfados siempre teñidos de irreverencia.

Pero excepcionalmente, hubo dos momentos que generaron mi exaltación, lo que no tendría mayor importancia si no hubiese sido por lo verdaderamente significativo: que suscitaron idéntico entusiasmo en la casi totalidad de mis connacionales. La exaltación no tiene por qué ser buena o mala: solo tiene que levantar el espíritu colectivo de un país. Es la indiferencia la que es mala.

En esa categoría apasionada podría incluir el entierro de los abogados laboralistas asesinados en la calle Atocha en 1977, pero el silencio del cortejo, la aparición por fin de los ilegales puños comunistas y el miedo que pasamos frente a lo que hoy es el Tribunal Supremo, no fueron bastante para el conjunto de los españoles. No se sumaron todos a condenar el asesinato como arma política.

Tampoco lo hicieron, pese al entusiasmo de millones de españoles, al día siguiente del 23F en la brutal manifestación pro democracia.

Pero, amigo, el 12 de julio de 1997 el país entero se lanzó a la calle ofendido por la bestialidad de ETA, por el deliberado asesinato de Miguel Ángel Blanco, por lo estúpido de sus reivindicaciones. Salí con mi familia y las manos blancas a gritar ya no recuerdo qué, pero, lo confieso, furioso y con ganas de venganza. Y fueron las fuerzas del orden las que nos dieron una lección de democracia al apostarse frente a los locales de HB y las Herriko tabernas para defenderlos de la turba enfurecida; los mismos cuyos compañeros eran y serían aún víctimas de los terroristas.

No sé si aquel día fue el principio del fin de ETA. Tardaron demasiado en ser derrotados. Lo que sí fue, fue el despertar de todo un pueblo que había recuperado la libertad y que la sentía insultada y amenazada. Ya me gustaría decir que les perdimos el miedo. No: indefenso frente a una pistola, uno siente miedo, es inevitable. Lo que sí restablecimos los españoles fue la dignidad de todo un pueblo. Luego, a mí como a muchos nos flaqueó el ánimo y hartos de violencia y sangre, por un momento estuvimos dispuestos a transigir y darle a los terroristas algo a cambio de paz en las estériles conversaciones de Ginebra o donde fuera que los mandaba Aznar. Un periodista bilbaíno me afeó la intención y allí mismo le pedí perdón.

Por eso ofende y degrada la pelea entre partidos a cuenta de quién tiene derecho a homenajear a Blanco y considerarlo de los suyos en exclusiva. ¡Qué vergüenza producen! Qué traición a un pueblo que salió unánime a reivindicar la dignidad de la vida. De la de Miguel Ángel Blanco entre otras porque él fue símbolo de todo lo que nos debe importar. ¡Qué vergüenza! Y ni siquiera puedo decir no votaré a ninguno para acallarlos a todos. Tengo que seguir votando por ver de despertar a alguien que tenga el corazón en su sitio.

El segundo momento de exaltación colectiva (¿patriótica?) fue, me temo, la victoria del equipo español de fútbol en el campeonato mundial de Suráfrica. Qué quieren que les diga. Resultó estupendo ver a un chavalín de un pueblo coronarse y coronar a todos de gloria sin ambages y, por segunda vez, sin reticencias.

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