Diario de Mallorca

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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

El marco de la política

El turismo es la principal fuente de riqueza de las Balears, pero también el gran problema político y social de unas islas que no saben cómo encauzar su éxito

Ya en la década de los ochenta -quizás antes también, pero yo por edad no lo recuerdo- se hablaba de la necesidad de cambiar el modelo turístico. En una conferencia pronunciada en Deusto, el presidente del Govern Balear, Gabriel Cañellas, sugería convertir nuestro archipiélago en una especie de Florida mediterránea para los jubilados europeos. Su conseller de Turisme, Jaume Cladera, presentó dos decretos con el fin de modernizar la oferta hotelera. El periodista Sebastià Verd, en una revista que dirigía en aquel entonces, reclamaba un modelo turístico que priorizara la calidad por encima de una masificación que ponía en peligro los recursos isleños. Las Baleares, en aquella época, eran la única comunidad autónoma española cuya renta per cápita se podía equiparar con el conjunto de Europa. Son tiempos que quedan ya lejanos. Nadie era capaz predecir entonces ni el empobrecimiento relativo de nuestras islas, ni las guerras que sembrarían de muerte el Mediterráneo, ni los efectos de las nuevas tecnologías sobre el turismo. Por una parte, Internet, las compañías low cost y las plataformas de alquiler turístico han transformado nuestro modo de viajar. Los destinos se han masificado hasta extremos difíciles de prever, incluso lugares como algunas playas vírgenes o el Pla de Mallorca, que se habían mantenido ajenos al impacto del turismo. Por otra parte, la riqueza tiende a concentrarse en manos de los propietarios -ya sean de hoteles o de bienes inmuebles-, mientras el trabajo se ha ido precarizando de una forma acelerada. Son tendencias globales a las que difícilmente se pueden aplicar soluciones locales y que, en todo caso, deben intentar moderarse con la calidad: calidad institucional, calidad en la formación del capital humano, calidad en las políticas públicas y de cohesión social. Frente a los dogmatismos del neoliberalismo, nuestro mundo globalizado requiere de un Estado del Bienestar poderoso y no capitidisminuido. Aunque también, frente a los postulados de una izquierda que a veces peca de irracional, conviene recordar que no hay desarrollo sin libre competencia y sin un respeto escrupuloso de la propiedad.

De los años ochenta a la segunda década del siglo XXI, la estructura sociológica de las Baleares se ha transformado radicalmente, pero no de una forma equiparable el modelo económico. La nuestra es una sociedad más polarizada, con menos clase media y con un fracaso escolar que se eleva año tras año a cotas pirenaicas. En el turismo se concentra el trabajo y la prosperidad de los isleños, sin que exista alternativa viable alguna, ni siquiera en lo que concierne a la diversificación de la economía. Si somos una comunidad abierta y desarrollada, con estándares de vida cercanos a los de Europa, es en gran medida gracias al turismo, que actúa como motor económico. Pero, al mismo tiempo, constituye el gran problema político y social de una isla que no sabe cómo encauzar el éxito de su única industria y cuyas ramificaciones -densidad demográfica, sobreexplotación de las infraestructuras y de los servicios públicos, ratios escolares, etc.- afectan a la totalidad de la vida pública balear.

De las políticas generales impulsadas por el Govern a las particulares de cualquier municipio, el núcleo principal de esa problemática tiene que ver con la indispensable racionalización de la industria turística. De la presión sobre el urbanismo al precio imposible de los alquileres, de la suciedad en las calles a la contaminación acústica, de los retrasos en las urgencias a la insuficiencia de parking, todo el debate público gira en torno a un modelo económico que parece no conocer límites, pero que precisa reajustarse en lo cualitativo. De acuerdo con el lema minimalista -menos es más-, las Baleares necesitan poder crecer con menos para poder hacerlo mejor, sin poner en riesgo un futuro de calidad que no va a querer convivir con la masificación. Tal vez quepa esperar que el turismo se autorregule a sí mismo, como ocurre en cualquier otra industria, y que a un ciclo le suceda otro, mientras las empresas se reconvierten. O quizás sea necesario adelantarse a una crisis que llegará tarde o temprano. Seguramente lo segundo es lo más conveniente. Sin políticas públicas dignas de tal nombre no existe un desarrollo sostenible; sin responsabilidad ciudadana tampoco. Y, al final, poner un límite equivale también a labrar un presente -y un futuro- mejor.

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