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Matías Vallés

Dos reyes no son mejor que uno

La España política de 2017 es incapaz de ponerse de acuerdo ni sobre el reparto de los méritos de las elecciones de 1977, con el Jefe de Estado de la época sustituido por Aznar

Las gobernantes que coincidieron con Juan Carlos I en la final de Roland Garros, se asombraron del grado de conocimiento del Rey emérito sobre los detalles de la política española. Aunque la solidez física no acompañaba al anterior Jefe de Estado, analizaba con minuciosidad la composición de los gobiernos autonómicos y se sabía al dedillo la penetración de Podemos. A un año de los ochenta, volvía a ser el monarca a quien Rajoy no se hubiera atrevido a desobedecer la orden de someterse a una investidura.

Curiosamente, la preparación de que hacía gala Juan Carlos I tras su jubilación había sido la virtud más ensalzada en Felipe VI, a cambio de un declive en la cuota de carisma que ya fue detectado por José Luis de Vilallonga, con acceso privilegiado al anterior Jefe de Estado. Los fastos tenísticos de París, donde Rafael Nadal ha impuesto una continuidad dinástica sin contestación y más longeva que la borbónica, vinieron sucedidos por la trifulca de Madrid. Todavía escuece la exclusión del Rey padre de la hiperbólica celebración de las primeras elecciones democráticas, que el ahora desterrado había llevado a buen puerto cuarenta años atrás.

Juan Carlos I experimentó el pasado miércoles un arrinconamiento que antes impuso a Don Juan, para que la duplicidad regia no empeorara las pretensiones filiales en la tormentosa transición del franquismo. Según los códigos que aplicó a rajatabla durante su reinado, el padre de Felipe VI tiene derecho a sentirse postergado de los excesivos fastos de 1977. Sin embargo, no puede quejarse, a riesgo de que se tambalee la frágil estructura lógica que soporta el edificio de la jefatura del Estado hereditaria.

Dos reyes no son mejor que uno. La unicidad es la razón de ser de la monarquía. Duplicar las figuras con derecho a trono es un efecto óptico pero, sobre todo, un efecto cómico. Véase a Groucho Marx espejeando con su doble en Sopa de ganso, o la pelea entre los dos napoleones en La última noche de Boris Grushenko, de Woody Allen. La difícil convivencia pública de Juan Carlos I y Felipe VI dista de ser un fenómeno autóctono. También hay dos Papas, aunque el estricto retiro de Ratzinger ha evitado de momento las tentaciones cismáticas.

La conmemoración impostada en el Congreso resultó contraproducente. La España política de 2017 es incapaz de ponerse de acuerdo sobre el reparto de los méritos de las elecciones de 1977. En lugar de invitar al Jefe de Estado de la época, se le sustituye por Aznar, a falta de decidir su participación trascendental en la primera convocatoria democrática. Felipe González también acaparó un protagonismo desmesurado, para tratarse del perdedor de aquellos comicios y de los siguientes de 1979. Se necesitará mucha pedagogía para persuadir a los creadores del felipismo y del aznarismo de que ya no mueven ni un voto, según se demostró en las primarias del PSOE.

El conflicto de representación entre los dos reyes desbordó muy pronto en impacto a los festejos a mayor gloria de González o Guerra, en una demostración innecesaria de que la actualidad siempre aplastará a la efemérides. O de que los aniversarios son la forma más perezosa de escamotear los problemas vigentes. Dado que la ausencia del Rey padre obliga a un pronunciamiento, la responsabilidad presente y futura corresponde a Felipe VI, pero la historia no puede retorcerse para extirpar a Juan Carlos I.

La forma más eficiente de evitar situaciones incómodas hubiera consistido en soslayar la superflua evocación a 1977. En el Congreso afloraron las secuelas de una sucesión a la corona más abrupta de lo que querrían los angélicos. Pese a los esfuerzos por adornar la abdicación de Juan Carlos I como una decisión meditada y adoptada meses atrás, precisamente en las fechas en que los defensores sobrevenidos de la sucesión juraban que no se produciría, tanto la salida como la coronación de Felipe VI revelaron los desencuentros subyacentes entre padre e hijo.

En la cima no existe el liderazgo compartido. El trono es monoplaza, y esta unicidad no solo se refiere a la inevitable opción paternofilial. Felipe VI también es el Rey frente a Letizia Ortiz, que reina pero no gobierna. La esposa del monarca puede influir y nadie se atrevería a sospechar que no lo hace, pero las decisiones se asignarán a su marido aunque no las adopte. La exclusión de Juan Carlos I de la inflada celebración política de 1977 no corresponde a asesores o a cargos intermedios. Recae sobre el titular de la Corona, en todos los sentidos de la recaída.

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