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Ahora son abuelos

Llegaron hace años a Mallorca para ganarse el pan. No deben nada a nadie y a nadie tienen que pedir perdón. En Madrid no hubiera ocurrido. Quiero decir: uno llega a Madrid y en el acto está en su casa. Aquí tuvieron que sufrir las miradas de desprecio y ser tildados de putes forasters. Aquí tuvieron que descifrar qué narices querían decir algunos autóctonos cerriles con lo del "barco de rejilla." Si uno se detiene a analizar la frase, comprobará con repugnancia que no cabe en ella mayor crueldad. Llegaron hambrientos, flacos, con el rostro surcado como los campos que dejaron atrás. Llegaron de Murcia, de Albacete, de Jaén, de Granada. Ahora son abuelos a los que podemos ver por las calles de Palma empujando un cochecito con un bebé en su interior. Son sus nietos que dormitan, que lloran. Ellos los pasean orgullosos. En los ojos de estos abuelos, que llegaron como forasteros y que se han pasado años enteros dando el callo, trabajando duro, en esos ojos brillan todos esos años de penuria, pero también las épocas en las que lograron cierto bienestar. Son ojos que recuerdan y que, de algún modo, agradecen. Observándolos, no he podido evitar sentir un inmenso respeto hacia ellos. Hay algo emocionante en estos abuelos que empujan suavemente a sus nietos sobre ruedas y que se detienen unos segundos para hacerles unas carantoñas. Están satisfechos. Y se lo merecen. De ahí que provoquen, entre rabia y asco, esos mallorquines que los siguen mirando por encima del hombro por su condición de eternos forasteros. Como si haber nacido en un lugar en concreto fuese un mérito.

A veces, podemos distinguir alguna melodía que estos abuelos les cantan a sus nietos. Son canciones de allá, de la España interior. Melopeas de siega. Porque se trata de dormir al niño, a ese nieto que, tal vez, no verán crecer. A veces, se sientan en los bancos de madera de la calle Aragón, a la sombra, aprovechando el aire que circula por las avenidas. Camisa siempre por dentro. Una dignidad que nunca perdieron, a pesar de las carencias. Porque es importante vestirse bien. Sin extravagancias. Para ellos, no caber mayor satisfacción que esos momentos que dedican a pasear a sus nietos, porque también son momentos que se dedican a ellos mismos. Un discreto homenaje que se hacen al final de sus vidas. Es un gusto ver cómo disfrutan empujando el cochecito del bebé, erguidos y con una contenida felicidad que pugna por desparramarse por esos ojos algo arrugados y empequeñecidos por la edad. A veces, se reúnen con algunos paisanos para comentar la jugada, para sentarse un rato en un banco público y, empuñadura del bastón entre las manos, se dedican a contemplar el paso decidido y sensual de las mujeres. No siempre hablan. A veces, se reúnen, simplemente, para estar juntos y callar en compañía, que es una manera muy curiosa y noble de permanecer codo con codo, en un silencio sostenido por la complicidad y, tal vez, el paisanaje. Cómo considerarlos todavía forasteros, si llevan mucho más años que nosotros en esta isla, en esta ciudad, en este barrio al que llegaron y, con toda probabilidad, ya no dejarán nunca. Cómo no despreciar a los inventores de aquella vergonzosa y repulsiva frase, "barco de rejilla", cuando contemplamos a estos hombres ancianos que llegaron hace más de medio siglo. No deben nada a nadie. Trabajaron y fueron remunerados. Aquí se han jubilado y aquí siguen. Y da gusto verlos felices y enternecidos, fundidos de amor ante sus nietos. Unas manos que se fajaron en los trabajos más ásperos y que ahora, como si les faltara práctica para la ternura, tratan de acariciar la piel sonrosada de la nieta, que mira a su abuelo desde otro mundo. Tan lejos y tan cerca.

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