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Marga Vives

Por cuenta propia

Marga Vives

Derecho a saber

En los tiempos en que se cocinaba el espionaje político de Bitel, en la redacción de la radio consultábamos internet por turnos en el único ordenador de que disponíamos. Entonces el teletipo era una máquina que escupía papel y las Olivetti tarareaban guiones. Desde esa época -no tan remota, tampoco tenemos esa edad- en que a los nietos de los emigrantes en ultramar les costaba situar en el mapa la isla de sus abuelos, el modo de transmitir información ha cambiado; se han ampliado las fuentes y los canales. Pero los principios de elaboración profesional de noticias permanecen casi invariables.

En cualquier colectivo siempre hay discrepancias expresadas en ocasiones con una vehemencia poco cortés. Conciliar diversas sensibilidades requiere diplomacia y un estómago a prueba de úlcera. Exige también valentía, afán por escuchar todos los puntos de vista y sentido común para determinar su encaje, porque de lo contrario el conocimiento de las cosas es sesgado y sin información no es posible tomar decisiones sólidas.

Los periodistas, que también somos personas y tenemos ideas propias, asumimos la revelación de asuntos de interés general en el filo de esa brecha abierta entre quienes se creen dueños de su impunidad y el resto de los ciudadanos. Aunque no todos lo expresen con la claridad de un Bárcenas, son ya demasiados los que piensan que su defensa personal está por encima de la libertad de los demás a saber para decidir. Esto sucede en un momento de inquietante contradicción entre el descrédito hacia los políticos y la reivindicación de esa función, la de la política, como un derecho de acceso universal, de modo que se presupone que cualquiera está capacitado para ejercerla. Si todos llevamos un político en nuestras carnes, por qué los despreciamos. Si tanto esperamos de la política, por qué subestimamos el reto que supone su desempeño.

Sobre este conflicto planea la responsabilidad de relatar hechos contrastados. Y en esa tarea los códigos éticos que proliferan como coles en el seno de las instituciones (y los partidos lo son) han resultado ser un antídoto contra la rendición de cuentas. Tan centrados están en ubicar cada vez más lejos el límite de lo permitido que se han convertido en un ideario de excusas para lo que tantas veces no tiene justificación. Como consecuencia se culpa de su fiscalización a los medios de comunicación, que hacen lo que han hecho siempre dentro de sus posibilidades, o sea, proporcionar datos y cohesionar y contextualizar la información. Que no caiga nadie en el vicio fácil de pervertir esta función por no querer ver la paja en su propio ojo.

Un político tutelado debería ser una paradoja. Y si entidades financiadas con el dinero de todos aceptan códigos que permiten perpetuar la duda sobre su integridad están pidiendo a gritos su tutela. Los ciudadanos tenemos un mecanismo, aunque denostado, frente a este corporativismo partidario, que es el de ir a votar. Y debemos basar el sentido de nuestro voto en los hechos, pero también estamos obligados a fijarnos en los detalles que anticipan si estos representantes actuarán en consecuencia ante posiciones incómodas o si su rasero de honradez se mide por lo que tardan otros en exigir dimisiones a los suyos. Lo frecuente no siempre puede convertirse en norma. Si una formación política declara que un investigado (antes imputado) podrá representar sus siglas en una institución hasta que los tribunales decidan juzgarlo, está aceptando implícitamente que todo cuanto tenga que ver con las actividades bajo sospecha de esa persona será de interés público y quedará sujeto a la libertad de informar. ¿Quién debe decidir, si no, los límites de la transparencia?

Puede que algún día la tecnología nos permita interceptar con un chip las malas intenciones ajenas. Mientras eso no suceda, apenas habrá otra opción para combatir el timo o la estafa que la línea roja o el castigo. Y para que esto tenga efecto disuasorio, quienes no ejercemos la vida pública pero la criticamos a veces, debemos defender nuestro derecho a saber y rechazar que la política burdelesca nos represente. Hoy es difícil creer que Santa Margalida está en Formentera. Gracias a Google -y antes al periodismo-, hasta en Argentina ya la saben ubicar en Mallorca.

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