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Antonio Papell

Macron: alivio e inquietud al tiempo

Los Republicanos en Marcha (LRM), el partido del presidente de la República, aliado con el centrista MoDem del ministro François Bayrou, ha obtenido 361 de los 577 escaños de la Asamblea Nacional, con casi el 61% del voto emitido. El segundo partido ha sido el de centro-derecha, Los Republicanos, con 126 escaños. El Partido Socialista, que acaba de gobernar y de ostentar la presidencia de la República, se queda con 46 escaños (no es extraño que el secretario general, Jean-Christophe Cambadélis, haya presentado su dimisión). La Francia Insumisa del exsocialista Jean-Luc Mélenchon ha logrado, junto al Partido Comunista, 26 escaños (uno de ellos es del propio Mélenchon). El Frente Nacional de la ultraderechista Marine Le Pen ha obtenido apenas 8 escaños, incluido el de su lideresa, insuficientes para formar un grupo parlamentario (se necesitan 15). La abstención ha sido exagerada, la mayor de la historia de la V República, del 56,6%, lo que demuestra el gran desapego de la ciudadanía francesa al proceso político. Inquietante evidencia.

Se confirma en definitiva lo que ya se sabía: los dos grandes partidos que han protagonizado con distintos estilos y denominaciones la historia de Francia de la IV y la V República, desde la Segunda Guerra Mundial a nuestros días, están agonizando. Tampoco los radicalismos populistas de derecha y de izquierda gozan precisamente de buena salud. Y todo el protagonismo recae en un personaje paradojico, Emmanuel Macron, brillante y oscuro al tiempo, que fue ministro del socialista Hollande y banquero, que se califica a sí mismo de centrista y liberal, y que ha montado en meses una organización política -cuesta llamarla "partido"- en la que apenas hay políticos profesionales, que le dará soporte parlamentario para llevar a cabo su programa de reformas. Como ha dicho Sarkozy, esto tiene que salir mal, pero si sale bien, habrá que reconocer que Macron es un genio.

Esta secuencia, que ha tranquilizado a Europa porque ha permitido descartar el ascenso del populismo en una Francia desencantada primero con Sarkozy y después con Hollande, tampoco puede ser asumida sin graves inquietudes.

Primero, porque la ascensión indiscutida de Macron revela el ascenso de la tecnocracia y el fin de las ideologías, diluidas en una especie de nueva "revolución desde arriba". Una tendencia que nos incomoda a quienes pensamos que los problemas tienen siempre más de una solución posible, y que la elección de la más adecuada corresponde a la soberanía popular a través de las urnas entre las ofertadas por un abanico de partidos. Quizá no haga falta recordar que, en la dictadura franquista, los tecnócratas del Opus Dei mantuvieron tesis parecidas: lo necesario no era el pluralismo político sino la adopción de las medidas desarrollistas más adecuadas para que el país prosperara.

Y, segundo, porque, con una abstención tan masiva, es dudoso que las medias que Macron ha revelado a medias (el programa no ha sido explícito) satisfagan realmente a los franceses. En su cartera está, entre otras medidas, una nueva reforma laboral que precarizará todavía más el empleo, como preámbulo de unas reformas que impongan la austeridad que Hollande fue incapaz de aplicar. Además, ha anunciado una política de seguridad antiterrorista que redundará en un recorte de la amplia panoplia de libertades que han caracterizado el aliento republicano de nuestro modélico vecino, proverbial tierra de asilo para disidentes y perseguidos.

Es dudoso que la democracia parlamentaria sin verdaderos partidos que depuren la oferta política sea eficiente y sólida. Después de todo, hay algunos ejemplos de que cuando un candidato ha escapado al control de esas viejas organizaciones partidarias -el caso de Trump en Estados Unidos, un verso suelto en el Partido Republicano- la consecuencia ha sido caótica. Porque los partidos sirven, además de para ordenar las ideas colectivas, para seleccionar a las elites y para controlarlas. Sin estos frenos y contrapesos, la democracia se nos puede escapar entre los dedos.

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