Hoy se cumplen tres años de la proclamación de Felipe VI, y el balance de la ejecutoria de la Corona en este tiempo es indiscutiblemente positivo. La trayectoria rectilínea, competente y fecunda del nuevo rey ha reasentado la institución, que había pasado en unos años de disfrutar del aprecio masivo de la ciudadanía a convertirse en piedra de escándalo y a tambalearse claramente.
Por un lado, Zarzuela ha conseguido dejar atrás, con el ímpetu de su nuevo estilo, los incidentes adversos: la abdicación casi forzosa del rey emérito y el escándalo protagonizado por los negocios de Iñaki Urdangarín, esposo de la infanta Cristina. Por otro lado, el Rey condujo con serena corrección -sin arriesgarse en la toma de iniciativas que podían haber resultado polémicas- la larga etapa de provisionalidad entre las elecciones de 2015 y la investidura de Rajoy, hasta poder emprender, ya conseguida la normalidad, una agenda apropiada, que incluye la intervención activa y constante en la dinamización sociocultural del país y la acción diplomática, de apertura de relaciones y mercados en el exterior.
El aliento republicano es una impregnación del progresismo que no significa necesariamente el cambio del modelo de Estado. De ahí el acierto de Pedro Sánchez al cortar de raíz unas alusiones de las JJSS sobre la República en el reciente Congreso. La actual monarquía, como la propia Transición, siguen teniendo actualidad y vigencia democráticas.
