Cabe recordar que el PP ya ha destituido a Álvaro Gijón, al vetar su candidatura al Congreso. Su continuidad en Cort y Parlament solo se explica por el desprecio de Génova a las colonias de ultramar, aparte de plantear la escasez de cuadros de un partido donde se doblan los cargos. Conforme se desvelan las actividades subvencionadas del concejal y diputado, debería crecer la responsabilidad política del imputado. Este concepto implica la admisión por los altos cargos del precio de la sospecha, más que fundada en el caso que nos ocupa, a cambio de restaurar la confianza en una democracia muy dañada por la corrupción de sus élites.
En efecto, la responsabilidad política bordea el concepto de cabeza de turco, pero su necesidad está atizada por la corrupción rampante del PP, con notable frecuencia sustanciada en orgías con fondos públicos desde el entrañable Rasputín y sin olvidar a Rodrigo de Santos. A propósito, Gijón no es una víctima, por mucho que se amplíe el concepto ahora que los defensores de Cursach exigen que se incluya al amo de la noche en el martirologio. El concejal y diputado se ha beneficiado de sus cargos, con independencia del reproche penal que le corresponda. Por fortuna, su figura está tan encasillada que solo rebaja el crédito del partido que lo cobija.
Es comprensible que a Gijón le cueste entender la palabra responsabilidad, aunque seguramente fue abordada en profundidad en las fiestas que le atribuyen. Si en algún momento admite que ha rebajado la fe en la democracia, comprobará que hay vida después de la dimisión responsable. Pere Rotger y Jaume Font fueron apartados temporalmente del poder por imputaciones más livianas, y archivadas con posterioridad. Ambos disfrutan hoy de cargos excelentemente remunerados, obtenidos en liza electoral y sin ningún reproche retroactivo. Lo más insoportable es que Gijón se crea tan importante, cuando forma parte de las candidaturas peor votadas del PP a Cort y al Parlament, entre otras cosas por su gestión que ahora se investiga.
