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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Arrecia el unionismo

La elección de Emmanuel Macron como presidente de Francia y el buen resultado del partido impulsado por éste en la primera vuelta de las elecciones legislativas son una noticia excelente para Europa y para España. Macron va a poder intentar liberalizar la estructura económica francesa a la par que impulsar una Europa más solidaria que frene las arremetidas identitarias que amenazan con destruirla. Está en condiciones de hacerlo porque cuenta con una ley electoral (mayoritaria de doble vuelta) en la que son los ciudadanos los que deciden el futuro de la nación y no las cúpulas de los partidos clásicos, republicanos y socialistas, reducidos, especialmente el socialista, a una posición testimonial. Es la ley electoral española, que prima a las cúpulas de los partidos y desprecia a los ciudadanos, la que impide que haya un Macron en España que, desde el centro político, impulse un proyecto regenerador de la democracia. Los que nominalmente pretenden la regeneración aspiran a hacer aún más proporcional una ley nefasta, aumentar el control de los partidos sobre los ciudadanos, e incorporarse al sistema de forma permanente. La regeneración nunca será posible desde el extremismo demagógico y sectario de Podemos. Y el centro de Rivera es demasiado débil para protagonizarla porque tendrá dificultades para volver a acordar un programa centrado con un PSOE que, con la victoria de Sánchez, se identifica sin matices como "la izquierda". Obsesionado el PSOE con el populismo de Podemos, son estos últimos los que le marcan el camino. Un camino equivocado. Proclama Ábalos, el hombre fuerte de Sánchez, que, desde la izquierda quieren ganar el centroizquierda. Es decir, aspiran a disponer los votos del centroizquierda para hacer una política de izquierda. Más allá de este sinsentido, tomando a los electores de centroizquierda por tontos, nunca nos han explicado en qué consistía esa política económica de izquierda, aparte de derogar todo lo que ha hecho el PP. Lo que hemos conocido, la gestión económica de la izquierda, la de Zapatero, fue un desastre sin paliativos.

Pero el triunfo de Macron no es la única mala noticia para las fuerzas identitarias, que en Francia asimilaban a Le Pen con Melenchon, el primo hermano de Iglesias. El último atentado yihadista en Londres ha supuesto el nacimiento de un héroe, Ignacio Echeverría, el héroe del monopatín. Un héroe es, no solamente un valiente, es alguien que trasgrede los límites de la conducta guiada, entre el resto de humanos, por el instinto de conservación. Un héroe es alguien que impugna las reglas de comportamiento de sus coetáneos. Un héroe es alguien temerario, que se expone a los peligros sin meditado examen de ellos. Es alguien que, poseído por los dioses, extático, alcanza las cumbres donde aquéllos pueden desplegar y mostrar a la humanidad el cúmulo de valores que dan sentido a la vida. Inalcanzables para el resto de mortales, que sólo puede limitarse a reverenciarlos y tenerlos en el frontispicio de lo ideal. Nacido en Ferrol, de familia religiosa, con domicilio familiar en Las Rozas, Echeverría es un héroe español. ¿Dónde van a encontrar los nacionalistas catalanes un héroe catalán que contrarreste la fuerza icónica de alguien que muere, no por la tribu, ni siquiera la tribu españolista, sino por la vida de una desconocida en una ciudad cosmopolita? Pero, rectifico, Echeverría no es un héroe español, aunque así lo verán los nacionalistas catalanes, es un héroe de la humanidad. Lo siento, pero por mucho que admiremos su trabajo como futbolista y entrenador, Guardiola no es ese hombre.

Y para desgracia del nacionalismo catalanista, Rafel Nadal ha ganado por décima vez en Roland Garros la copa de los mosqueteros. Un hombre de familia conservadora, cercana al PP y, para colmo, del Real Madrid, ganador de la duodécima copa de Europa. A pesar de ser un deportista admirado en todo el mundo, el mejor deportista español de la historia, un hombre ejemplar dentro y fuera de la cancha de tenis (cuando ha cometido algún error se ha apresurado a corregirlo) poseedor de la virtud del mérito, de la humildad, del respeto al adversario, del esfuerzo, de la ambición sin límites para llegar a lo más alto, es contemplado con desdén por la furia nacionalista porque no se pliega a la figura políticamente correcta que ellos están dispuestos a aceptar. El nacionalismo se caracteriza por el odio excluyente a quienes no comparten la pulsión por los poderes originarios del suelo, la lengua, el linaje y las costumbres transmitidas: "enemics del poble". Con este odio se creen capaces de construir un orden nuevo, una quimera. A Nadal tampoco le soportan los nihilistas. El nihilista, partidario del "cuanto peor, mejor", no soporta la imagen del triunfador porque el que triunfa es el que construye, el capaz de construirse a sí mismo, el que se empeña en desentrañar el caos y construir el orden. El nihilista, dotado de un ego profundamente narcisista, no admite ni reconoce ninguna autoridad, ni siquiera o, especialmente, aquella que existe en el ámbito moral. Cualquier autoridad es una herida que mana de su ego como el tonel de las Danaides, nunca saciado. Para decirlo con las palabras de Simon Leys, "más que la belleza artística, la belleza moral parece tener el don de exasperar a nuestra triste especie. La necesidad de rebajarlo todo a nuestro miserable nivel, de mancillar, burlarse y degradar todo cuanto nos domina por su esplendor es probablemente uno de los rasgos más desoladores de la naturaleza humana".

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