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Antonio Papell

Moción de censura: caricatura y realidad

La moción de censura planteada ayer por Unidos Podemos no era inocente: conociendo el percal, no hay duda de que el verdadero objetivo de la iniciativa era, al ser presentada, aprovechar la crisis socialista, abrumar al PSOE desconcertado por la victoria de Susana Díaz en primarias y erigirse en único bastión de la izquierda regeneracionista frente a un PP al que se terminaría de desacreditar durante el desarrollo de la moción. Pero el deseo no se convirtió en realidad.

Además, la moción se ha sustentado sobre un inolvidable pecado original del promotor: si Pablo Iglesias hubiera estado convencido de que, por el bien del país, era preciso descabalgar al Partido Popular del gobierno, por conservador y por corrupto, hubiera apoyado gustosamente el pacto PSOE-Ciudadanos que se formó después de las elecciones de 2015. Pero su objetivo entonces era conseguir el ´sorpasso´, que creía al alcance de la mano; como el fin que ahora persigue tampoco es gobernar -obviamenrte— sino dominar la izquierda, y de ahí que el planteamiento de la moción se hiciera coincidir intencionadamente con el proceso de normalización del PSOE. Bien es verdad que ayer Iglesias asumió "algunos errores" que pudo cometer, en clara alusión a este asunto, y que afirmó varias veces que no podrá hacer solo la tarea de gobierno que proyecta, pero en ningún momento dejo de ser evidente que la iniciativa en que se ha basado al moción no era un intento serio de agrupar fuerzas sino un desarrollo de la "política espectáculo" (Rajoy dixit) que Unidos Podemos utiliza como estrategia expansiva contra el PSOE. De hecho, sobrevoló la sesión de ayer la convicción de que Iglesias y los suyos -al menos, su facción, la que ganó Vistalegre II) cree poco en la práctica parlamentaria y recurre a ella como medio para seducir a la clientela, adquirir notoriedad, emitir mensajes específicos, desgastar al adversario y conseguir minutos de audiencia en los medios.

Como era previsible, la moción se planteó en dos fases. El apabullante y demoledor diagnóstico sobre el gobierno actual, cuyo partido ha sido protagonista de una corrupción sistémica y abrumadora, que corrió a cargo de Irene Montero, en una intervención interminable -dos horas y cuarto-, brilló más por la exhaustividad que por la originalidad -todo ha sido perfectamente previsible-, si bien la relación completa de las infracciones, corruptelas, excesos y deshonestidades —llegó a dibujar una especie de estado de excepción democrática— consiguió sin duda calar, crear ambiente y abrumar a sus señorías, acostumbradas a ver la política de cerca, sin pararse a adquirir cierta perspectiva. Después, Iglesias remachó el clavo y desarrolló en una intervención de longitud caribeña -casi tres horas— un programa con aspectos plausibles -sus once medidas contra la corrupción son difícilmente objetables— y con raudales de tópicos de un progresismo rancio, salvo en la inteligente alusión al modelo portugués, que sin embargo —y por cierto— nada tiene que ver con el populismo.

La radicalidad de Podemos tiene al menos la virtud de conmocionar, de poner en cuestión evidencias inconfesables que se habían vuelto rutinarias y pasaban demasiado inadvertidas. En definitiva, el PP no puede mirar hacia otro lado después del chaparrón, aunque el turbión sea en realidad una simple lluvia persistente.

Los contendientes perdieron la ocasión de avanzar en la cuestión catalana: Rajoy emplazó a Iglesias a que se pronunciase sobre el concepto de soberanía nacional, pero el líder de Podemos llegaba a la cámara con la división de su partido a cuestas: los anticapitalistas y la facción de catalana de su partido apoyan ahora la ruptura unilateral. Parece evidente que el clima no era ayer propicio para avanzar en un asunto que requiere gran serenidad y diálogos intensos entre bastidores.

En definitiva, el gran cara a cara entre Rajoy e Iglesias, celebrado bajo el sobrevuelo tácito de un PSOE que empieza a recuperarse —ambos contendientes mencionaron esta circunstancia—, ha sido como una sacudida a la situación que aclara posiciones y marca indirectamente caminos de futuro: Nunca debatir es tiempo desperdiciado.

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