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José Carlos Llop

Zagajewski y nosotros

En mi visión de la cultura, cuando era muy joven, estaba la nobleza y estaba la verdad. Tal vez porque vivíamos en una dictadura, tal vez por mis pocos años, creía que nobleza y verdad eran los pilares tanto del análisis intelectual como de la memoria cultural. Al fin y al cabo la cultura es una forma de memoria y la desmemoria -interesada o no- es una de las formas de desculturización y de fomento de la mentira. En ese clima de entonces eran muy importantes los amigos (no se hablaba aún de redes y la amistad era afecto, complicidad y respeto, no un poder o un medio o una agenda). Es probable que también existieran parecidos celos a los que existen ahora -la naturaleza humana no cambia- pero, salvo en algún caso aislado que rozaba lo patológico, esos celos no se percibían sino más allá de lo civilizado. Y aún así existía la voluntad de camuflarlos porque existía la conciencia de su error, de su bajeza o de su debilidad. Esto era así, o al menos es así como lo recuerdo, y por eso digo que crecí en una cultura donde existían nobleza y verdad. Casi, casi -y vuelvo a subrayar el casi- como aparecían en muchos de los clásicos que nos emocionaban de niños: de Beau Geste a Las cuatro plumas o Los tres mosqueteros. Y recuerdo que uno de los rasgos de esa época y de esa concepción de la cultura era leer en prensa los artículos que defendían a los amigos cuando los amigos eran atacados, o esos otros artículos que reconocían sus méritos o sus hallazgos o su carácter de pioneros en esta ú otra materia. Ahí había nobleza y había verdad. Y había también una voluntad de contar las cosas como eran o habían sido. La fantasía interesada de la actual posverdad no había nacido. La amistad, generacional o no, era, recuerdo, otra clave de bóveda de la cultura y créanme que había mucha menos tontería.

Todo esto fue desapareciendo paulatinamente a medida que se cruzaban las fronteras de la edad adulta y para comprender esa desaparición -más o menos dolorosa, según de donde llegara- viene al caso recordar aquellos versos del Don Juan de Byron: "De todas las bárbaras Edades Medias/ la más bárbara es la Edad Media/ del hombre". Hay más: en medio de tanta desaparición quien no se defiende a sí mismo que no espere nada de nadie. Pero cuando todo eso desaparecido lo encontramos en unos poemas, una novela o un ensayo, la ceremonia de verdad y nobleza se renuevan y volvemos a estar donde estábamos: al principio, y en ese principio con la fe intacta en lo que hacemos y somos. Esto ocurre, por ejemplo, al leer la poesía de Adam Zagajewski, donde nobleza y verdad afloran y se establecen como un maravilloso invitado en la casa, uno de los pocos invitados que no queremos que se vaya nunca aunque sepamos que, gracias a Dios, en la literatura -y especialmente en la poesía- hay más de su especie. Por ejemplo sus maestros hacia atrás: Brodsky, Milosz, Herbert, Auden, Eliot, Rilke...

Quizá por eso recordar -ahora que Zagajewski es Premio Príncesa de Asturias- que a raíz de la concesión del nobel a Derek Walcott, en 1992, conocí su existencia -la de A. Z.- y desde entonces hablé de él, escribí sobre su poesía -en este periódico la primera vez-, mantuve que sería Nobel, incluí uno de sus poemas -que versioné a partir de las traducciones del francés y del inglés hace veinte años-, en mi libro La dádiva, e intenté con Andreu Jaume publicar una antología zagajewskiana para Lumen (pero se nos adelantó Jaume Vallcorba en la compra de derechos); recordar todo eso suena, incluso para mí, a relato en sordina en medio del ruido, vencido por el tiempo y por los que vinieron detrás y en su estilo está no reconocer más brújula que la propia.

Pero regreso a la nobleza y a la verdad - Poesía y verdad, escribió Goethe y algunos allí seguimos-, es decir a la poesía de Adam Zagajewski, porque leyéndola el mundo es otro distinto, más lúcido, luminoso y habitable, y las formas que amamos en la cultura -y no esto que tenemos ahora- se renuevan una vez más. Entre el canto Señor ten piedad de mí, de La Pasión según San Mateo, de Bach, y un interior de Vermeer. Y a partir de aquí la historia y la poesía de Europa y lo mejor de nosotros en ella.

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