Diario de Mallorca

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Destino Abramovic

Hace ya tiempo que camino por la sencilla razón de que la caminata me hace libre. Así pues, que vivan mis piernas, manque pierdan. Vengo de los alrededores de Pere Garau y voy cruzando una Palma que han plasmado muy bien los ojos fotográficos de Miquel Julià o de Xisco Bonnín, esas zonas medio salvajes, medio urbanizadas, esos rostros surcados, esas miradas perdidas que el clic de sus cámaras fijan para que nosotros nos recreemos en ellas. Sigo caminando, y mi mirada está cargada de lecturas. Mi mirada es un travelling continuo que barre solares con maleza y sanitarios, una involuntaria obra de arte en las traseras de un hipermercado. Aún estoy lejos de la Feria de Libro, y más lejos todavía de las homilías identitarias, esa tabarra que nunca cesa. Como no quiero ser comulgante, sigo caminando y esquivando, driblando en corto al contrario y distribuyendo el juego. Me siento un centrocampista que hace circular el balón por la ciudad de Palma. Me viene a la memoria la canción de Joan Bibiloni, Ciutat: "Amb la cara blanca, la mirada ben llunyana€". Así pues, paseo y tarareo ese viejo tema del músico de Manacor, incluso me atrevo con su magnífico solo de guitarra. Me gustan los libros, pero menos las ferias. Hace unos días, Peter Handke, con su castellano pedregoso y lacónico, dejó una sentencia que me sigue haciendo pensar. Fue en el programa de radio, El ojo crítico. Dijo lo siguiente: "Mientras leo me siento seguro, protegido. Sólo me siento en peligro cuando escribo". Tal cual. Sigo cruzando la ciudad y, en la mente, aparecen las imágenes de Julià y Bonnín, miradas urbanas, ojos que huyen de lo manido y evidente. En este paseo azaroso, como todos los paseos que se precien de serlo, mi proyecto, mi leve proyecto, siempre sujeto a modificación, es hacer una visita a la Galería Horrach Moyà de la plaza de Drassanes. La cita es con Marina Abramovic. Una galería que en poco tiempo ha invitado a la performer de Belgrado y al solleric Girbent, se merece un regreso.

Una vez en la plaza y sorteado los inevitables hipsters, me adentro en la galería. Subo los escalones y, en el acto, me doy cuenta de que he acertado de pleno, pues las salas están vacías. Ningún visitante. Nadie. La gloria. De este modo, a solas viendo las tres acciones de Marina Abramovic que, a fuerza de aullar pierde la voz, que a fuerza de recitar todas las palabras almacenadas en su memoria acaba por quedarse en blanco, que a fuerza de bailar al ritmo de un tambor durante ocho horas seguidas acaba reventada, hasta que al fin se desploma, quedándose inmóvil en el escenario. Exhausta y liberada a un tiempo. Y así en bucle, hasta que el único espectador de la tarde, un servidor de ustedes y de la reina Letizia, se siente personaje de El ángel exterminador. Imposible salir de la Galería Horrach Moyà. Aun así, consigo salir del local con cierto temor de, en lugar de hipsters, encontrarme con un numeroso rebaño de ovejas balando al son de sus cencerros, como ocurre en la inquietante y genial película de Buñuel. Al arte hay que acudir saltándose las cada vez más tediosas inauguraciones. Al arte hay que ir a pelo y concentrado, a contracorriente como los salmones, cuando la ciudad se dedica a otras cosas y Marina Abramovic sigue gritando hasta quedarse afónica, ronca, muda y con su cuerpo llevado hasta el límite.

Al salir de la galería, ni yo ni la ciudad somos exactamente los mismos. Sigo caminando. Callejeo por una Palma metamorfoseada, mientras medito sobre los límites del cuerpo y del arte. Marina Abramovic o el arte adherido a la piel, inyectado en vena.

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