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José Carlos Llop

El tiempo de Mario Muchnik

Desde el miércoles pasado Mario Muchnik tiene una caja de las letras en la sede del Instituto Cervantes en Madrid. La caja de las letras es una caja de seguridad con el nombre de un escritor -en este caso de un editor-, donde éste deposita su particular rosebud. Como la sede del Cervantes está en la antigua sede del Banco Central -antes Banco Español del Río de La Plata- estas cajas están situadas en el interior de la gran caja fuerte de lo que fue el sótano bancario. El dinero siempre ha estado cerca del infierno.

El rosebud de Mario Muchnik consiste en tres cosas: una flauta que tocaba de niño allá en Buenos Aires, una vieja caja de música a la que hizo sonar mil veces, y un retrato dedicado de Shirley Temple niña que su padre le trajo de Nueva York. Mario tiene ochenta y seis años, la salud física bastante deteriorada y su mente prodigiosa en muy buen estado. Su humor se conserva imperturbable; su rapidez mental también. Cuando vi que introducía su triple rosebud en la caja fuerte pensé en Albert Cossery -el egipcio de Saint-Germain- que fue un autor que también editó Mario en España. Cossery 'rechazaba la lógica del dinero' -son sus palabras- y Muchnik ha escrito en sus Memorias que 'ser cuidadoso con el dinero no es prerrogativa del gran editor'.

Al hablar del gran editor no se refería a los dueños de grandes -en volumen- editoriales, sino al editor de raza y culto. Al editor como él, enmarcado en la tradición de los editores europeos del siglo XX y crecido entre ellos. El último de los grandes en lo que se refiere a nuestro país. Gallimard, Einaudi, Laffont, Feltrinelli, Rowohlt, Barral, Salinas? Y ver a Mario Muchnik en el interior de una caja fuerte no dejaba de tener su guasa. Tanta que en un momento y aprovechando la sesión fotográfica, levantó el puño con una maliciosa sonrisa de oreja a oreja.

Pero vayamos a sus autores. Hay un momento en la vida de George Steiner -al que leímos por primera vez, hace tantos años, gracias a él- que habla del hecho de ser 'un invitado en la Tierra'. Eso dice Steiner: ser un invitado en la Tierra. No se trata de ser propietario de nada, pero tampoco de estar de paso, aunque todos -propietarios o no- lo estemos. El suyo es un estar de paso diferente: es ser un invitado. Y el invitado, en principio, es agradecido y además ilumina el lugar o la casa donde está invitado. Mario Muchnik siempre se ha comportado en su larga vida como un invitado. De entrada, siendo un hombre de ciencia -él es físico- ha vivido y disfrutado como un hombre de letras. De salida, la España editorial -y por tanto literaria- que hemos conocido hubiera sido bastante más pobre sin él. Y sus escritores también. Habrían faltado muchas cosas en el catálogo de la formación de todos.

Como invitado, además, Mario Muchnik es un invitado entusiasta. El entusiasmo es la clave que ha definido tanto su trabajo como su manera de estar en la vida y de acogerte a su lado el tiempo que sea. Sin obligarte nunca a nada, ni siquiera a quedarte con él. Mario Muchnik te introducía en la conciencia que tú también eras un invitado en la Tierra y que los dos ibais a estar unas horas de vuestro tiempo en la misma sala, en el mismo paisaje, en las mismas calles.

Es la conducta que Mario ha tenido en su vida editorial con todos sus autores: Bruce Chatwin, Ítalo Calvino, Elías Canetti, Susan Sontag, Julio Cortázar, Isaiah Berlin, Primo Levi, Albert Cossery, Oliver Sacks, Elie Wiesel, Coetzee, Ismail Kadaré y medio imperio austrohúngaro: Franz Werfel, David Vogel, Leo Perutz... Y ya sabemos que tanto el rostro como la biografía de un editor es su catálogo. También su posicionamiento moral: desde la divulgación de autores que nos ayudaron a pensar de manera diferente -el citado Steiner, Berlin o Jahanbegloo- hasta su convencimiento de que se empieza con una falta de ortografía y se acaba en el umbral de Auschwitz.

Vuelvo a Albert Cossery y a la caja fuerte del antiguo Banco Español del Río de La Plata, con Mario exhibiendo sus amuletos y haciendo chistes frente a la muerte. Albert Cossery escribió: 'me gustaría que después de leer un libro mío, al día siguiente la gente no fuera a trabajar'. Estaría bien, en el caso de los libros editados por Muchnik, para poder releer todo lo que tuvo a bien enseñarnos sin pedirnos por ello nada a cambio. Sólo compartir un tiempo donde fuimos felices y donde el mundo -y nuestro país- estaban mejor de lo que están ahora.

Estela: el 31 de diciembre de 1990, finalizando el último mandato del alcalde Aguiló, pronuncié el Pregó de l'Estendard. Una hora después, tres amigos nos sentábamos en la terraza del Bar Bosch para crear una tertulia mensual alrededor de una mesa en principio nocturna y que la edad nos obligó, con el tiempo, a trasladarla a mediodía. Una vez al mes. El grupo que se formó -diez personas- era variado y heterodoxo. Veintisiete años después continúa siéndolo: nunca se ha disuelto y tenemos la sospecha de que es el que más dura de todos los que existen ahora -o han existido en años recientes- en Palma. Tal vez porque nadie está en él por ser lo que es sino por ser como es y eso nos ha ido enriqueciendo de una manera ú otra. Ya he dicho que somos bastante diferentes entre nosotros, pero el tiempo -la vida- ha sido un común denominador que también ha contribuido a unirnos y a que el grupo no se deshiciera. Siempre hemos sido discretos -es decir, insulares-: nunca hemos hablado de asuntos íntimos o personales. Todos con distintas aficiones e intereses, todos dispuestos a compartir -o no- lo que sabíamos referente a éste o aquel otro asunto de los diferentes asuntos que han ocurrido en Mallorca desde hace treinta años casi. El humor, por supuesto, se da por descontado. Y la discusión también, si es necesaria.

Esta semana uno de nosotros murió. De entre todos, ninguno habría dicho que sería él quien abandonaría la mesa el primero. Tenía un aspecto estupendo y parecía -ya he dicho que somos insulares- que llevaba una vida acorde con sus deseos. Era un buen sofista y poseía un espíritu reactivo muy fino. Le daba la vuelta a las situaciones sociales y a las opiniones políticas de los demás sin despeinarse. Simplemente tomaba la servilleta y la doblaba sobre la mesa, ante sí, como si cubriera el ara de un altar. Ceremoniosamente. Entonces sabíamos que se preparaba para discrepar. Con calma y elaborando su discurso para no entrar con descaro en territorio comanche. Le gustaban los rituales y si no estaba conforme con algo, antes de hablar, sonreía. También le gustaba apuntar que sabía lo que los demás no: a veces lo contaba; otras callaba, pero la insinuación para él, era un placer al que no se quería negar. A partir del primer lunes de junio seremos uno menos. Será raro. Entre la tristeza y la incredulidad. Y como dijo uno de nosotros: 'i ara, qui ens durà la contrària?'

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