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Pasaje Dante

Esquivando el turismo batracio y el cansino hipsterismo catalinero, hay caminatas que pueden conducir a Dante o, por lo menos, a un...

Esquivando el turismo batracio y el cansino hipsterismo catalinero, hay caminatas que pueden conducir a Dante o, por lo menos, a un discreto pasaje que lleva el nombre del insigne poeta. El lugar está situado en las inmediaciones del mercado de Pere Garau, allí donde se ubican Ses Cent Cases. Un armónico conjunto arquitectónico que se levantó hace más de ochenta años gracias a una cooperativa denominada La Redención del Hogar, un bello título se mire por donde se mire. Unas viviendas que tenían la función de aliviar las carencias de los más necesitados y que se asignaron mediante un sorteo. Que el azar se encargue del hogar de uno no deja de ser también un hermoso guiño del destino. De vez en cuando, me dejo caer por el barrio y, siempre que puedo, rastreo ese curioso conjunto, un ejemplo de proporción y sobriedad que conserva un mismo patrón estético. Unas casas que parecen sólidas e inmunes al despropósito arquitectónico que las circunda. Dos plantas, un patio y una cisterna común. Accedo por el pasaje Dante por motivos claramente literarios y, a partir de ahora, para mantener un cierto ritual de paseante. Y pienso que, de algún modo, el ensanche palmesano podría haber guardado estas formas y no haber derrapado hacia este dislate en el que se ha transformado. El cielo ganaría espacio, y la ciudad, sin duda, parecería menos desdentada. En los alrededores de la plaza del mercado impera el bullicio, el trasiego, los gritos pelados y la contemplación algo soñolienta de quien está degustando su caña de rigor y va escupiendo maquinalmente cáscaras de pistacho a la acera. Tertulias de elevados decibelios que van amortiguándose a medida que me alejo en dirección al pasaje Dante, ese acceso que me conducirá a uno de los rincones menos transitados de Palma y, a su vez, más dignos, pues no olvidemos que tales viviendas fueron ideadas con un claro empeño de duración y con una cierta ambición tanto estética como funcional. Una forma de vivir a escala muy humana, nada que ver con el sistema de panales.

Dos señoras entablan una conversación mientras sujetan sus respectivos carros de la compra. De ambos sobresalen unos larguísimos puerros. Cuando a punto estoy de preguntarles por la historia de Ses Cent Cases, se me acerca un hombre mayor de pelo y bigotes blancos y me confiesa que no recuerda dónde ha aparcado su coche y que su mujer se ha ido en autobús al Molinar. Sin duda, el automóvil no debe de andar muy lejos. Es un Citroën verdoso, me dice, por si yo también me animo en la búsqueda y captura. De hecho, le acompaño un rato mientras me cuenta un poco sobre su vida de conductor avezado. Me asegura que, a sus 82 años, jamás ha sufrido ningún accidente, así como tampoco le han castigado con multa alguna. Le felicito y, además, le confieso que a mí también me ha ocurrido eso de perder la localización del vehículo, que no es cuestión de edad. Tras unos minutos de dar vueltas en vano, me ruega que no me moleste, que ya lo encontrará. Lo dejo, pues sé que en esta actitud, en ese gesto de la mano que no puedo reproducir, hay un orgullo que quiero respetar. Nos despedimos y le deseo suerte. Por mi lado, me voy fijando en los coches aparcados y, de forma inconsciente, sigo buscando ese escurridizo Citroën verdoso. La idea es volver atrás y darle una alegría al hombre. Busco en el pasaje Dante, a ver si el poeta florentino me da la pista. Pero Alighieri no está para nada.

Mientras paso por delante del viejo Cine Metropolitan, y de nuevo inmerso en esa arquitectura destartalada, sigo pensando en Ses Cent Cases, un discreto reducto popular de armonía arquitectónica.

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