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Una lección portuguesa (com certeza)

Mi hija me convenció para ver juntos el hace ya tiempo degradado festival de Eurovisión. Tras un leve forcejeo mental y estético, accedí a su propuesta. Lo hice por Portugal, que conste. Incluso voté por esa bellísima canción que, por supuesto, no merecía compartir concurso con la tralla y tontería reinantes, un barullo infame de vacuos efectos especiales que, en general, contribuyen a disimular la mala calidad de las canciones, aunque también a hundirlas todavía más en el fango del igualitarismo más soporífero. Portugal optó por la calidad y la distinción, la modestia y la sobriedad estética, componiendo e interpretando una canción que fue una bofetada con guante de seda a la banalidad estentórea. Un tema estremecedor. Casi un fado. En definitiva, toda una lección de nuestros discretos vecinos a los que siempre miramos con cierto desdén, eso cuando nos dignamos a mirarlos, que esa es otra. Salvador Sobral, tras interpretar por segunda vez la sutil canción, dijo que no habían pretendido en ningún momento fabricar una canción típica de Eurovisión, sino que habían optado por la seriedad, la profundidad, la sensibilidad y la calidad. Todo pronunciado con dulzura, desde una languidez reivindicativa muy lisboeta. Salvador Sobral, como buen jazzista y, por cierto, conocedor de la noche palmesana, detesta toda esa parafernalia y, de hecho, el músico parecía desorientado, incluso cuando le confirmaron que había ganado. Sin duda, el cantante que, por lo visto, está a la espera de un trasplante de corazón y que es un excelente intérprete de jazz, no se esperaba ganar con un tema tan delicado y hermoso, tan alejado de los patrones tontorrones que priman en eso que ahora ya nadie llama canción ligera. Portugal es un país que será más o menos pobre, pero que trata la cultura con sumo cuidado y respeto. Y ahora estoy pensando en su cine, siempre alejado de las imitaciones hollywoodienses, de las fórmulas exitosas y previsibles que otros países tratan de repetir hasta la náusea, con escasa o nula gracia. El cine portugués se rige por unos cánones que se resisten a lo obvio, y ése es un camino difícil y exigente.

Y ahí estaba Salvador Sobral, alto, flaco, pálido, cinéfilo, inyectado de Chet Baker, levemente irónico, Benfica campeón, casi de luto entre tanta pirotecnia e histeria colectiva, como un fadista moderno que no acaba de estar convencido, con un halo de melancolía, en fin, casi como un extraterrestre que nos regaló una canción entre Caetano Veloso y Antonio Zambujo, casi pidiendo perdón por la humillación que estaba a punto de infligirles al resto de los concursantes con su frágil y a la vez penetrante voz. Nada más escuchar los primeros compases, lo tuve claro: esta canción es demasiado buena para ganar. Me equivoqué. A partir de ahora, me dije, tendré que confiar en el juicio de los jurados, que hicieron gala de buen gusto y sentido de la justicia estética y, ya puestos, ética. Pues lo que hicieron los portugueses en Eurovisión, ese festival tan venido a menos, fue tomar partido por la calidad y el excelente trato musical. Fue tomar partido por la belleza. Lo de Sobral en Eurovisión ha sido una discreta y aterciopelada revolución de los claveles, una forma sutil de vencer y de convencer. Y, de paso, una manera de que los demás responsables del asunto -y no estoy mirando a nadie- tomen nota, reflexionen y, por supuesto, aprendan. Una forma de poner a los tontainas y presuntuosos en el sitio que les corresponde, es decir, en la cola. La tímida y susurrante lección portuguesa ha consistido en componer una balada sencilla y encantadora, aunque armónicamente bastante rica y compleja. El resto es cacofonía, ruido ensordecedor con la intención de disimular tanta mediocridad. Obrigado, amigo Sobral.

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