Diario de Mallorca

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Cuando era adolescente pasé dos veranos en una casa situada camino de Els Malgrats. Veníamos de siete veranos en el solitario y salvaje Betlem y aunque esa nueva casa estaba aislada en medio del pinar, íbamos a bañarnos cada día a la playa pequeña de Santa Ponsa. Allí descubrí a los alemanes. Quiero decir que allí conviví por primera vez con turistas, que mayoritariamente eran alemanes. Los veía serenos y nada ruidosos, ya peinando canas ellos y muy bien teñidas ellas; los veía contentos de estar donde estaban, pero sin aspavientos, ni gritos. Más correctos, formalmente, que algunos de los españoles que venían a bañarse a la misma playa. Hasta que caí en la cuenta de que por edad todos aquellos alemanes habían participado, de una manera ú otra, en la Segunda Guerra Mundial.

Entonces me pregunté cuántos -bajo ese aspecto respetable- habían pertenecido al partido nazi y cuántos de ellos habrían contribuido al inmenso dolor y crueldad que se establecieron en Europa durante los años 30 y 40. Pensé -me recuerdo pensándolo, quiero decir- que por simple estadística, alguno habría sido de las SS y en fin, ya saben. El sol caía a plomo, el mar ni se movía, cantaban las cigarras en los pinos y ellos lucían sus blancas dentaduras y sus ojos del mismo color del agua. No eran viejos aún -la mayoría debía de tener mi edad de ahora- pero ya me lo parecían. Allí deduje que la vejez -para mí tan respetable- no exoneraba de la maldad. Y que la maldad se refugiaba en la vejez para camuflarse, ocultarse y desaparecer. Desde entonces -aunque prefiera su compañía a la de los adultos- he mirado a los viejos de forma distinta.

Hablando de viejos de ese estilo, mi paradigma es Elena Ceacescu, de la que decían que espiaba las relaciones sexuales de sus colaboradores, mientras permitía las 'travesuras' de sus hijos con una sonrisa maternal en los labios. Recuerdo a Elena Ceacescu junto al dictador rumano -siempre seria- y la recuerdo antes de ser fusilados ambos en una escuela, cogiendo por la manga a su marido -tan aturdido como incrédulo y desvalido- para que se sentara y dejara de contestar a quienes los estaban juzgando sumariamente. Para que dejara de defenderse inútilmente, mientras ella iba disparando frases donde manifestaba su infinito desprecio por quienes los habían traicionado e iban a matarlos. Dos ancianos frente a un consejo de guerra; había algo escalofriante ahí.

Hace tiempo que Marta Ferrusola -salvando todas las distancias- me recuerda a Elena Ceacescu. Digo físicamente. Digo de gestos. De sonrisa forzada. De peinado alzado. De la rigidez que despliega en sus movimientos: la rigidez de quien es consciente de mandar sobre todo y todos y no se da cuenta de que ya no manda más que sobre los suyos y probablemente ni eso. Cuando se descubrió la fortuna secreta de Jordi Pujol, fruto de una herencia opaca de su padre, recuerdo la frase de su cuñado -el marido de su hermana, desconocedores ambos de tan misteriosa herencia- que siempre ha de ser mejor retrato que cualquier crónica judicial que nos depare el futuro. 'Que Déu t'ajudi, Jordi', decía la frase. Es definitiva.

Y si no recuerdo aquí todas las frases que la señora Ferrusola dijo en el Parlament catalán -'Si no en tenim ni cinc', o 'els meus fills van amb una mà al davant i l'altra al darrera' o 'em fa molta pena aquest diàleg, Catalunya no s'ho mereix', entre otras- es porque deben de estar al alcance de cualquiera en youtube. Todas son inefables y todas resumen su desprecio burlón ante la ley y la democracia parlamentaria, camuflados bajo el humor sarcástico de la yaya y en aras de una visión patrimonial de la patria. Pero ninguna es tan buena como la comunicación con el reverendo mosén descubierta esta semana, donde ella se identifica como la madre superiora de la Congregación, y le pide que saque dos misales de su biblioteca y los traslade a la biblioteca del capellán. Esa frase que, desencriptada, está ordenando al director de un banco andorrano que pase dos millones de pesetas de su cuenta a la de su hijo mayor, lo encierra todo: el amor por el dinero y una concepción empresarial de la familia, amparados ambos -dinero y familia- por la religión. No se puede pedir más como descripción del humus herderiano del nacionalismo. De tan buena que es parece mentira, sin olvidar que Andorra era un paraíso fiscal copresidido por un príncipe de la Iglesia. Sería una pena que la frase fuera apócrifa porque, repito, lo tiene todo y lo explica todo, mucho mejor que la crispación mandibular de Artur Mas.

En fin, bajemos a la calle donde ahora vemos a Marta Ferrusola paseando, erguida, con la bolsa de la compra colgando del brazo, mayor de ochenta años pero enérgica aún, sorteando a los periodistas con una mueca altiva y lanzando alguna que otra mirada furibunda a diestro y siniestro. Tan parecida a Elena Ceacescu, como para creer en la transmigración de las almas...

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