No hace mucho, un estudio del prestigioso Pew Research Center alertó de que, en los últimos treinta y cinco años, el número de estadounidenses que confesaban no haber leído un solo libro en el curso de un año había subido de un 8% en 1978 a un 23% en 2014. En contraposición, el mismo informe subrayaba que alrededor de una cuarta parte de los americanos había declarado leer, al menos, un libro al mes. Es probable que en España -y en Mallorca- las cifras no sean más halagüeñas. En todo caso, son datos que no carecen de importancia, ya que la ciencia avala la importancia de la lectura sobre el buen funcionamiento de una sociedad. Sabemos, por ejemplo, que el ámbito de los libros que hemos leído delimita, en gran medida, la amplitud de nuestra cultura. Sabemos que la literatura no sólo amplía nuestros conocimientos, sino que cultiva la sensibilidad, incrementa el vocabulario y enriquece nuestras ideas. El hábito de leer nos invita a pensar en silencio, a dialogar con el pasado, el presente y el futuro; a centrar la atención y a verbalizar nuestras preocupaciones y anhelos. El conocido informe PISA apunta un dato que tal vez sea chocante pero que resulta innegable: algo tan sencillo como que los padres lean diariamente en voz alta cuentos y relatos a sus hijos representa el indicador más fiable del futuro rendimiento académico del niño. En este sentido, la lectura -con el apoyo inestimable de una red bien surtida de bibliotecas públicas- constituye uno de los más potentes niveladores sociales a largo plazo.

Desde hace ya años, la festividad de Sant Jordi se ha convertido en una auténtica epifanía del libro. Se trata de una celebración que reivindica la centralidad de la lectura y subraya su valor como un auténtico acontecimiento cívico y social. Acerca de la importancia de lo que conmemoramos hoy en toda la isla, no podemos obviar el papel que Sant Jordi desempeña en la divulgación y la popularización de la cultura. Un dato permite hacernos una idea de su peso: a lo largo de esta jornada se vende entre un ocho y un 10% de la producción editorial anual en catalán. Son cantidades significativas que nos alertan, por otro lado, de la peligrosa estacionalidad del negocio editorial, capaz de concentrar en unas pocas campañas anuales -básicamente la festividad de hoy, las vacaciones de verano y Reyes- el grueso de sus ventas.

La relevancia social que ha adquirido Sant Jordi debería invitarnos a sugerir una última reflexión que concierne especialmente a nuestros representantes públicos. Más allá de las celebraciones concretas y de las fiestas participativas, sería recomendable consolidar proyectos culturales de largo aliento y bien dotados presupuestariamente. Completar las bibliotecas escolares y dotar mejor a las municipales; impulsar programas efectivos de fomento de la lectura e invertir en escuelas de música y de teatro, en equipamientos y programación museográficos y en la recuperación del patrimonio arquitectónico y monumental de Mallorca deberían formar parte de ese pacto de Estado mínimo exigible a todos los partidos políticos. La defensa de la cultura no sólo honra nuestro pasado, sino que además abona el desarrollo de una sociedad más educada, rica, plural y madura. Lo cual, por supuesto, exige dinero, criterios de calidad claros y una fuerte convicción política. Algo que, más allá de las palabras y de cierta retórica bienintencionada, no siempre resulta evidente en nuestros dirigentes. Más bien al contrario.