Después de muchos años de obras y retrasos, finalmente Palma cuenta con un resplandeciente Palacio de Congresos que permitirá avanzar en la tan anhelada desestacionalización turística. Se trata de una infraestructura pública de primer nivel por diversos motivos -para empezar patrimoniales y arquitectónicos, gracias a la firma del arquitecto navarro Patxi Mangado, uno de los más prestigiosos del país-, que pondrá a la capital mallorquina en situación de competir de tú a tú con los principales destinos congresuales del Mediterráneo. Las ventajas de este tipo de turismo son conocidas: atraer a una clientela distinta a la de sol y playa, y de un alto poder adquisitivo, que contribuye a alargar la temporada y a dinamizar la oferta urbana de ocio cultural. A pesar de un notable retraso en su puesta a punto -hay que subrayar que el Palacio de Congresos llega tarde a Palma, lo que ha facilitado el incremento de una fuerte competencia en otros puntos del sur de Europa-, Mallorca dispone de importantes bazas para recuperar una posición de privilegio: la belleza y el atractivo indiscutible de nuestra ciudad así como del conjunto de la isla suponen un punto a favor, al igual que la innegable calidad de la oferta turística balear y la experiencia de nuestras multinacionales hoteleras. Hay que destacar, en este sentido, la relevancia de que una cadena mallorquina, Meliá Hotels International, tras ganar el concurso correspondiente, haya apostado por la gestión y la explotación de esta infraestructura básica para la ciudad, precisamente porque implica un movimiento de ida y vuelta. Gran parte de los beneficios de la multinacional mallorquina se obtienen fuera de la isla, por ello el envite de Meliá supone reinvertir aquí parte de lo que se ha ganado en otros destinos. Sin duda, constituye una señal de la fortaleza de nuestro empresariado.

Pero la larga puesta en marcha del Palacio de Congresos ha dejado abiertas algunas heridas que sería conveniente restañar con prontitud. En primer lugar, las demoras en su construcción han conducido a una rápida degradación del edificio ante la falta de un mantenimiento adecuado. Se trata de una obra nueva que, paradójicamente, ha requerido de una fuerte inversión inicial por parte del grupo adjudicatario sólo para subsanar el deterioro derivado de un deficiente mantenimiento. No es una cuestión baladí, ya que nos habla de las enormes dificultades que han rodeado la edificación de este palacio de congresos. En segundo lugar, y a pesar de su calidad arquitectónica, se trata de una infraestructura que todavía debe reconciliarse con Palma. Tal vez porque el arranque de la obra coincidió con el inicio de la crisis económica y con el estallido de los casos de corrupción política -y también porque los grandes iconos urbanos últimamente tienen más que ver con la cultura del despilfarro propia de nuevos ricos que de sociedades consolidadas-, muchos palmesanos miran con desdén o, al menos con ciertas reticencias, un edificio que forma parte ya de nuestro escaparate marítimo. Sin duda, el Palacio tendrá que esforzarse para seducir a los ciudadanos mediante una buena gestión y una oferta atractiva. Pero hay motivos razonables para el optimismo, que deberán ir consolidándose a lo largo de los próximos años.