Diario de Mallorca

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José Carlos Llop

Crónica fantasma

Ayer tarde leí una anécdota sobre Joubert -el maestro de todas las citas- que parecía mallorquina. Quien la escribía, contaba una visita a la ciudad donde vivió el escritor, Villeneuve-sur-Yonne. Allí descubre que el liceo de la ciudad se llama Chateaubriand, como tantos otros liceos de Francia. ¿Por qué? ¿Por su valía como gran escritor? Sí y no. Se ve que Chateaubriand visitaba mucho a Joubert e incluso se quedaba en su casa durante semanas y allí escribía. Esto les gustó mucho a los vecinos de Joubert, al que siempre tuvieron demasiado cerca como para valorarlo, y en vez de bautizar su liceo como Liceo Joseph Joubert, lo llamaron Liceo François-René de Chateaubriand. En la isla sabemos mucho de esta clase de detalles. Pero pensándolo bien, vi que la anécdota podía pasar como una metáfora de la actual campaña electoral y su relación con la democracia.

Hace unos días un columnista de Sud-Ouest se preguntaba si sería necesaria una supervisión médica de la campaña, demasiado saturada de lo que parecen problemas psíquicos y no políticos. Lo mismo podríamos pensar del Congreso en España si le contamos a un extranjero que hace poco se dedicaron un par de sesiones parlamentarias a discutir sobre la conveniencia de la retransmisión de la misa en televisión y el corte o no de los rabos de los perros. O de la cínica furibundia británica. Pero volvamos a Francia y sus comentaristas. De la necesidad de psicoterapia generalizada a la falta de ideas, o el trato con las ideas como si fueran luces de quita y pon: para agitar la fiesta y nada más (y esto aquí también nos suena mucho).

Hemos oído cómo uno de los principales candidatos soltaba perlas del estilo "el colonialismo fue un crimen contra la humanidad" -la esclavitud lo fue, pero en el colonialismo hubo de todo-, o "la cultura francesa no existe" -hacía años que no se escuchaba una barbaridad de ese calibre- y quedarse tan fresco, o desdecirse al poco y con la boca pequeña, cuando el mal ya estaba hecho. Hemos visto como otro candidato exigía un paréntesis judicial en época electoral y la razón de peso era porque estaba siendo investigado. Hemos leído las discusiones sobre la realidad o no de los patrimonios de los candidatos. Y visto como los socialistas se quitan la silla el uno al otro y los más dolidos apuestan por los comunistas.

No sigo porque hay demasiadas de este estilo, pero los comentaristas tienen el acierto de establecer una frontera. Hablan del espectáculo que la Francia política ofrece a sus millones de ciudadanos y no de que la clase política sea el reflejo de la sociedad, como run-rún justificativo que tantas veces se oye en nuestro país. No sólo eso. Ante cada sandez dicha, o absurdo argumento esgrimido, surgen filósofos, escritores e historiadores aquí y allá -en las páginas de los periódicos o en las pantallas de televisión- a corregir al político excitado y decir que el rey va desnudo. Con argumentos serios no con pulsiones ocurrentes, o emocionales, o interesadas. Hace días pasó incluso con Diljssebloem, aunque Francia no pudiera darse por aludida por él, al no ser un país del sur de Europa sino -con Alemania- su corazón mismo. Y precisamente por serlo, todos miramos hacia ella conteniendo la respiración, pensando que aún hay tiempo de poner el nombre de Joubert al liceo de la ciudad donde nació su mujer y él eligió para vivir. Y esto es otra metáfora.

? La sensación más extendida -desde un silencio tácito la mayoría de veces y explícito en alguna ocasión- es que la primera vuelta está perdida. O ganada por el Frente Nacional, que busca más votantes ahora entre los indecisos que piensan en probar y a ver qué pasa. Más votantes que no abandonen en la segunda vuelta. Y entre esos indecisos hay muchos que proceden del desencanto ante la frivolidad ideológica o los despropósitos de algunos candidatos a derecha e izquierda. Más el eterno miedo al otro y el afán de seguridad a costa de lo que sea; es decir, lo primario. En estas cosas suele ocurrir que una amnesia tan curiosa como fatídica, se extiende por la mentes de los votantes, como si la Historia no hubiera existido. Lo vemos por todo camuflado bajo eso que ahora llaman populismos. Lo vemos también en las mentiras de los que quieren convertir Europa en un queso en porciones.

Y como otra broma de mal gusto frente a la fiebre europea y el trastorno británico -éste digno de psiquiatra especialista en sádicos-, se celebra el centenario de la revolución soviética, madrastra que llevó a millones de sus hijos a la muerte y la vida horrible. Los escaparates de las librerías están llenas de ensayos sobre distintos aspectos de la lucha y la vida soviética. Para este fin de semana he comprado tres: uno sobre la vida de los aristócratas rusos que se quedaron en su país; otro sobre el misterio de cómo unos cuantos radicales que no habían puesto los pies en Rusia durante veinte años, lograron instalar -e instalarse en- la revolución; y para no perder el humor, la nueva edición -ahora coloreada (parece un álbum completamente distinto -ha ganado mucho, quiero decir- pese a seguir siendo naif, maniqueo y de las peores obras de Hergé)- de Tintín en el país de los soviets. No todo ha de ser literatura pero siempre será la literatura la que nos salve. Incluso de nosotros mismos.

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