La corrupción política no equivale sólo una cuestión meramente legal, sino que cuenta también con un fuerte componente ético y estético. Hay una corrupción de alta intensidad y otra de bajo voltaje, pero igual de perniciosa para la salud de la democracia. Pensemos, por ejemplo, en la mediocridad de una parte de la clase política, que confunde el ejercicio del gobierno con la banalidad y el cortoplacismo táctico en lugar de analizar y asumir las auténticas consecuencias a largo plazo de las decisiones tomadas. La frivolidad constituye, sin duda, una forma de corrupción, como lo es el cinismo, la actuación irresponsable o el peligroso paternalismo clientelar de contar solo con los afines al propio partido. La crisis interna que afecta al Govern balear desde que Diario de Mallorca desveló la semana pasada toda una ristra de contratos menores, adjudicados por altos cargos de Més a quien fue su jefe de campaña durante las elecciones, Jaume Garau, vuelve a poner sobre el tapete la necesidad imperiosa de mantener un respeto escrupuloso no solo a la legalidad vigente sino también a la ejemplaridad pública. En una democracia, ley, ética y estética deben ir de la mano siempre y en todos los casos, pero aún más si cabe en periodos como los actuales, caracterizados por una desconfianza generalizada hacia la política.

El escándalo de los contratos concedidos a dedo a empresas de Jaume Garau, por un valor de 154.000 euros, sedimentan la imagen más cínica de la política. Si durante los años de la oposición, el partido nacionalista criticó con fuerza a los populares por emplear este método de contratación, no es de recibo que ahora se utilice el mismo modus operandi o que se pretenda usar una doble vara de medir. No se trata de una cuestión de legalidad o de ilegalidad estricta, ni tampoco de poner en duda la capacidad profesional de Jaume Garau y de sus empresas, sino de saber discernir, en todo momento, cuál es la diferencia entre lo que se puede hacer -porque existen resquicios legales para ello- y lo que se debe hacer. Esta distinción responde al más elemental sentido común: la ética pública se demuestra a diario con el ejemplo y no solo con las palabras.

Ante la crisis abierta por Més, debemos reconocer, sin embargo, la pronta actuación del Govern balear al forzar la destitución el pasado viernes de la consellera de Transparencia, Cultura y Deportes, Ruth Mateu, que seguramente derivará con el tiempo en una remodelación más profunda del gobierno. También Més per Mallorca ha asumido en público su "error político" y, además de pedir disculpas a la ciudadanía, ha procedido a expulsar del partido a Jaume Garau. Una auditoría llevada a cabo por los funcionarios de Intervención del Govern y la convocatoria prevista de la Comisión de ética Pública servirá, en teoría, para reconducir la situación ante las presuntas irregularidades cometidas. Pero lógicamente, el Govern de Francina Armengol debería ir aún más lejos y tomar todas las medidas necesarias para evitar en el futuro la repetición de un tipo de prácticas que, aún situándose dentro de los márgenes generosos de la legalidad, causan el malestar y la desconfianza de unos ciudadanos cansados de la escasa ejemplaridad pública de nuestra clase política.