Diario de Mallorca

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Tal vez una política de inversiones en Cataluña habría servido hace dos o tres años para encauzar su encaje en España por otras vías que no fuesen las del proceso soberanista. Tal vez. Hacerlo ahora, cuando el Parlament de Barcelona y el Govern de la Generalitat han emprendido el camino del choque de trenes firme contra el Estado, no parece que vaya ser la solución del conflicto. Tampoco cabe entender que llegue ésta insistiendo en que el referéndum -ya en marcha, nos pongamos como nos pongamos- es anticonstitucional, cosa que saben de sobras todos los implicados en el rifirrafe. De ahí en adelante, el panorama amanece cada mañana más sombrío porque suspender los privilegios autonómicos aplicando el artículo 155 de la Carta Magna no haría sino empeorar el enfrentamiento, cosa que a todas luces conviene a los estrategas independentistas. Mal van las cosas, con la perspectiva de que vayan aún peor.

De hecho la tan aireada inversión de 4.200 millones de euros en Cataluña añade leña al fuego porque, como es natural, la medida no hará sino poner en marcha las protestas del resto de las comunidades autónomas ante lo que verán como un agravio comparativo. Mucho tendríamos que decir desde este archipiélago a tal respecto porque las sucesivas leyes de compensación de las rémoras que impone el aislamiento insular han sido tomadas siempre por todos los gobiernos constitucionales (no digamos anda ya de los pre-constitucionales) como un papel mojado al que no merece la pena prestar ni la más mínima atención.

Pero si el conflicto no puede resolverse por la vía de las prebendas económicas y tampoco se encauza a través del aparato legislativo actual -porque es éste en gran medida una parte del problema- ¿qué cabe hacer antes de que lo que ahora es un pulso político se transforme en un altercado gravísimo en el terreno del orden público?

Habida cuenta de quiénes son los protagonistas del enfrentamiento -los gobiernos de Madrid y Barcelona-, nada. Sucede como si ambos se viesen cómodos viendo como el conflicto crece y empeora, dispuestos unos a quedarse quietos y los otros a seguir por el camino del desafío hasta un punto en que resulte difícil saber cuál es la postura más disparatada. Apelar al diálogo en esas condiciones es absurdo porque unos ponen como condición sine qua non que haya referéndum y los otros exigen como línea roja infranqueable que no lo haya. Quizá haya llegado la hora, pues, de que sea la ciudadanía de a pie y no la clase política quien tome las riendas. Un posible primer paso sería el de discutir qué hay que preguntar y a quién porque ni el concepto de referéndum es único ni el ámbito de la consulta está claro. Hablar de eso sería todo un avance porque el diálogo de sordos ha llegado a su punto final. Y, tal y como ponían los mapas medievales en el lema escrito sobre el océano, más allá hay monstruos.

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