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Antonio Papell

Cataluña: ¿solución bilateral?

El Gobierno de Rajoy ha declarado abierto el tiempo del diálogo político para encontrar una solución política al conflicto con Cataluña que todavía tiene muchos frentes que resolver

El gobierno minoritario de Rajoy ha emprendido manifiestamente un plan de seducción, de apaciguamiento y de aproximación a Cataluña, en los ámbitos político y económico, tendente a mitigar las reclamaciones del soberanismo y a ganarse a la opinión pública del Principado. El plan, muy evidente, supone el reconocimiento indirecto de algo que se negaba hasta hace poco: aunque el independentismo tiene una dimensión limitada, que evidentemente no alcanza la masa crítica necesaria para su operatividad, existe en la sociedad catalana un sentimiento muy extendido de desafección, que es la consecuencia de una conjunción de errores: desde el maltrato fiscal, que no es imaginario (aunque Cataluña no sea la única comunidad autónoma postergada), a la pésima gestión de la reforma del estatuto de autonomía, en que las equivocaciones de los grandes partidos españoles estuvieron a la par de los dislates de los hermeneutas jurídicos que fueron llamados a intervenir.

Sea como sea, el Ejecutivo ha declarado abierto el tiempo del diálogo político, y la vicepresidenta del Gobierno, a cuyo título principal se ha adosado el de ministra de Administraciones territoriales, ha abierto despacho en la delegación del gobierno en Barcelona; asimismo, Rajoy ha reservado plaza permanente en el puente aéreo y Cataluña está súbitamente en todas las agendas. Este martes, el presidente del Gobierno ha derramado una serie de dádivas inversoras, 4.200 millones en la puesta a punto de la red de cercanías y el acabado del corredor mediterráneo en 2020… Sin embargo, el mismo martes, Puigdemont y Junqueras, presidente y vicepresidente de la Generalitat, escribían un artículo a cuatro manos en el que, entre otras cosas, aseguraban que “el 2015 fue el peor año en inversión del Estado en Catalunya de una serie histórica que comienza en 1997, lo que hace más grande el déficit de infraestructuras acumulado, según detalla el último informe del gabinete de estudios e infraestructuras de la Cambra de Comerç de Barcelona”.

Esta repentina atención a Cataluña, en directa respuesta al endurecimiento de la presión soberanista en pro de un referéndum (la amenaza explícita de vulnerar la legalidad está ya en el discurso de las asociaciones y partidos independentistas), no está obteniendo resultados -no hay signos de que vaya a decrecer la presión- y está generando en cambio lógica susceptibilidad en otras regiones españolas, también mal financiadas o sencillamente menos favorecidas en sus niveles de renta y de riqueza. En definitiva, la inclinación del gobierno de la nación hacia una solución bilateral del problema catalán no sólo no está resolviendo dicho problema sino que genera malestar general.

La conclusión de todo ello parece bastante obvia: la mala financiación de Cataluña (y de Madrid, Valencia o Balears) no tiene solución bilateral, con cada una de las comunidades en precario, sino que debería resolverse mediante una reforma a fondo de la ley orgánica de financiación de las comunidades autónomas y quién sabe si también de la propia Constitución para “federalizar” más el modelo de descentralización.

Y el descontento político de Cataluña, que tiene un perímetro bastante mayor que el de las solas fuerzas independentistas, también debería acometerse yendo al origen del asunto: a través de esa misma reforma constitucional que debería reescribir el Título VIII, el modelo del Estado de las Autonomías. En el bien entendido de que ninguna reforma de esta índole colmará las aspiraciones de los independentistas más recalcitrantes pero sí satisfará, si se hace bien, a la sociedad catalana en su conjunto, cuyo colectivo mayoritario es -sigue siendo- el de aquellos ciudadanos que se sienten tan españoles como catalanes.

Bien está, en fin, que el Gobierno se vuelque en Cataluña, pero nada se conseguirá si no se plantean y negocian las reformas necesarias, que salven las carencias objetivas, remedien las disfunciones ciertas y dejen sin argumentos a los rupturistas, que se quedarían solos en sus reclamaciones.

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