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Columnata abierta

Del corner al rincón de pensar

Hemos agotado los adjetivos para calificar el video más famoso del último día del padre. Una horda de salvajes atizándose con ganas en las gradas de un campo de fútbol ocupado por niños ha vuelto a poner Mallorca en el mapa. Desde el otro lado del mundo ya no te preguntan por el Fortuna navegando por aguas de la bahía de Palma, ni siquiera por la corrupción política. Ahora quieren saber si estas peleas son una costumbre autóctona que se nos ha ido de las manos. Al hacerse viral la grabación de inmediato se desplegó la operación habitual de control de daños: es una excepción, son pocos padres, se les fue la pinza, y en este plan. Comenzamos a escuchar ese sonido coral, tan reconocible, de vestiduras rasgándose por todas partes. La banalización de la violencia es un signo de nuestro tiempo, pero siempre un paso por detrás de la hipocresía colectiva.

Entre todo el barullo mediático han pasado desapercibidos dos hechos que ayudan a explicar cómo se puede llegar a ese extremo de violencia en un partido de infantiles, de segunda categoría, entre dos equipos que ni siquiera se jugaban un puesto destacado en la clasificación. De los energúmenos que la emprendieron a puñetazos ya está todo dicho, pero la tangana se inició con unos de los chavales persiguiendo por el campo a un rival, lanzándole patadas y puñetazos. Yo no sé cómo funciona el asunto hoy el día, pero cuando yo tenía doce años y era el capitán de mi equipo, jugando en las selecciones provincial y autonómica de mi categoría, si se me hubiera ocurrido hacer algo parecido en mitad de un partido, o en un entrenamiento, el club me hubiera puesto la ficha federativa en la boca y me hubiera enviado a casa para siempre. Sin expedientes, ni investigaciones, ni charlas psicológicas. Una cosa es un patada a destiempo, un encontronazo, o una pérdida momentánea del control, y otra muy distinta correr detrás de otro chaval que huye para evitar una agresión. Me cuentan que esta barbaridad, incompatible con los valores del deporte a cualquier edad, no es hoy tan rara de ver en algunos campos, y que la reacción de determinados clubes muy "competitivos" era más bien tibia. Quedan pocos campos de tierra, y al parecer el buenismo pegadógico que proclama la improcedencia de castigos ejemplares ha llegado hasta la lujosa hierba artificial.

La segunda circunstancia viene reflejada en el acta arbitral, y revela un factor previo y necesario para que unos tarados puedan llegar a liarse a mamporros delante de sus hijos. Uno de los entrenadores, o el delegado de campo, que para el caso da igual, cuando el ambiente ya estaba caldeado pero no habían comenzado los puñetazos, le dijo textualmente al árbitro: "Mira la que has liado". Asombroso. Resulta que un error arbitral, o mil, en un partido de preadolescentes que deberían jugar para divertirse puede generar una atmósfera tan cargada en la grada que acaba con varios heridos. Conviene no generalizar, pero es evidente que hay un número creciente de técnicos y directivos del fútbol base que confunden claramente su función y las prioridades de su trabajo. Todas esas imágenes de entrenadores profesionales enfurecidos en la banda, gesticulando como locos y a voces con su jugadores y el árbitro han hecho mucho daño. Es normal que un niño se quiera parecer a Messi o a Ronaldo. Pero es de locos que su entrenador adulto imite a pie de campo a Simeone o a Mourinho.

? El fútbol hoy es un deporte menos sucio que hace años. El reglamento ha cambiado, las sanciones por juego duro se han agravado y se producen muchas menos lesiones por entradas violentas. Sin embargo, el comportamiento de los espectadores se ha hecho más agresivo a medida que desciende la edad de los jugadores. Antes, a un juez de línea en cualquier campo de regional le vacilaba un gracioso gritando: ¡el linier tiene varices! Y parte de la grada reía. Ahora ese mismo gracioso le llama maricón desde el minuto uno al noventa, y nadie se inmuta. Antes el padre histérico se avergonzaba de serlo y se iba solo a un córner a desgañitarse. Ahora se junta con otros en esa esquina y la lían parda, para vergüenza de una mayoría silenciosa. No creo que en general se trate de padres alucinados que ven en sus vástagos futuras estrellas del balón. No a esa edad y jugando en campos de quinta, con perdón.

Me vengo a referir a que demasiados actores han contribuido a normalizar una violencia en este deporte, no necesariamente física, que por su propia naturaleza es expansiva. El fútbol aficionado hace tiempo que viene funcionando en nuestra sociedad como un gigantesco retrete por el que evacuar semanalmente y con normalidad las frustraciones individuales. Mejor esto que pegar fuego a edificios públicos, claro. El problema alcanza otra dimensión cuando las heces salpican a los niños. Si en Francia se puede desalojar un estadio con cien mil espectadores por pitar la Marsellesa, no parece descabellado que en Mallorca, al segundo hijoputa excretado en presencia de un hijo, todo el público se tenga que ir al rincón de pensar. Pero no al córner, sino a casa.

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