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Hooliganismo paternal

No sé si sigue existiendo aquella revista llamada Ser padres, en cuyas portadas salían unos progenitores sonrientes, luminosos, de perfecta dentadura. Irradiaban felicidad por los cuatro costados. Tal era la idealización de la paternidad y la maternidad que, cualquier padre o madre, al leerla sentía un complejo de inferioridad que no se lo quitaba ni tosiendo. No es fácil ser padres. Bueno, técnicamente lo es bastante. Lo difícil es actuar en consecuencia y con responsabilidad. Mantener el tipo y, de paso, la dignidad hasta el final. Lo digo, sobre todo, por el deplorable espectáculo que protagonizaron unos padres posesivos en el campo de fútbol de Alaró, que acabaron enzarzados en una reyerta que dejó atónitos y avergonzados a sus propios hijos. Hay padres que tienen hijos como si fueran propietarios de gallos de pelea. Siempre se ha dicho que el espectador más peligroso es un padre viendo a su hijo jugar al fútbol. Sobre todo, si el padre, aunque puede ser el tío o la abuela, tiene asumido que el chaval es un genio. Y el niño, si se deja llevar por la adulación familiar, puede acabar siendo un engreído, un déspota, en fin, un imbécil. En cualquier caso, es sabido que en el fútbol salen los residuos, la basura que todos tenemos dentro, ese brote de garrulería que pulula por ahí.

Hace un par de meses me invitaron a ver un partido en el gélido y distante estadio del Mallorca. Allí nos juntamos padres y madres que llevaban de la mano a sus hijos. Muchos de nosotros, tras varias intentonas infructuosas de invitación, acabamos accediendo. A veces, hay que ceder, aunque sea como entrenamiento y para cambiar de perspectiva. Sabiendo de la paupérrima situación del equipo, la aceptación tenía un plus de masoquismo. Hacía años que no pisaba un estadio, pero me puse en situación a las segundas de cambio. Un energúmeno no dejaba de quejarse, de gritar, de insultar. Y pensé que existen tipos que no van al fútbol para disfrutar, sino para airear su cabreo, su malestar crónico por el simple hecho de haber nacido. Y, sin duda, la grada es un buen lugar para reventar de cólera sin que nadie te llame la atención y, sobre todo, disuelto entre la masa, que siempre sirve de escudo protector. Este sujeto en cuestión jamás insultaría al árbitro o al jugador si se encontrase a solas con ellos. Sólo pueden exhibir su ira y su lengua envenenada desde el anonimato que les facilita la masa. Lo cierto es que se le marcaba la rabia en las sienes y en el cuello. Su víctima predilecta era un jugador centroafricano del equipo contrario. Se cebó con él, sobre todo cuando fue sustituido. Ya saben, la típica imitación del simio y demás vulgaridades. Por cierto, una imitación impecable. Haría bien este hombre en perfeccionarla aún más y presentarse a uno de esos concursos tan edificantes. Probablemente, sacaría la máxima puntuación y sería elogiado por el jurado. En su caso, decir xenofobia era una solemne cursilada. Allí había algo más. Me di la vuelta y le clavé una mirada de desprecio. Sí, lo admito, también era una mirada de asesino en serie, qué le vamos a hacer. La masa siempre es despreciable cuando se ceba con una sola persona, aun suponiendo que le asista la razón, que ya es mucho suponer. Pues bien, minutos después se tuvo que tragar el sapo siguiente: el Mallorca marcó gracias a un gol de Lago Junior, un delantero nacido en Costa de Marfil. Por supuesto, el energúmeno no dijo nada, aunque tal vez no le gustara del todo que el gol del Mallorca fuese marcado por un negro.

Digo todo esto a raíz de la batalla campal que tuvo lugar en un partido de fútbol infantil que, como sabemos todos, son los padres de esos niños quienes en su mayoría llenan las gradas. Ya me dirán ustedes las caras de esos niños al ver cómo se las gastan sus progenitores. Como para renunciar a ellos o, por lo menos, modificar la visión que suelen tener los hijos de sus padres: la encarnación de un modelo, tal vez sus héroes. Aunque, bien mirado, eso también ocurre en algunos institutos. En este caso, los padres, algunos padres, no atienden a razones. Por lo visto, su criatura es intocable y siempre le asiste la razón. Se comportan con sus hijos como si fuesen propietarios de algo que no puede fallar, pues para eso son sus hijos. Amenazan en plan macarra a los profesores y son capaces de colaborar a rayar el chasis de sus vehículos o de pincharles los neumáticos. Es una escuela de pensamiento llamada filosofía testicular que se reduce al siguiente lema: “Mi hijo es bueno por cojones y punto pelota y usted, por muy profesor que sea, no tiene derecho a suspenderle o reñirle.” Y, en fin, ese tipo de reflexiones que surgen, como ya digo, de la zona testicular.

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