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Cabestros

Esta semana quería escribir sobre Cultura. Así, en mayúsculas. La Cultura que no debería confundirse con los castellers, el ball de bot o la ensaimada. Cultura en el sentido tradicional, clásico. Aquella de la que Mario Vargas Llosa nos recuerda que al hombre culto le servía para establecer jerarquías y preferencias en el campo del saber y los valores éticos y estéticos. Una Cultura que no puede confundirse con el conocimiento, sino que es previa, que le sirve de sostén. Sólo después de estudiar, ver, leer, escuchar y conocer, uno puede establecer un orden de importancia de los saberes o los valores. Únicamente después de todo eso uno tiene criterio para discernir cuál de las posibles opciones es la más adecuada. Iba a argumentar que no fue un error -por mucho que se diga en latín- sino la falta de esa capacidad de discernimiento lo que llevó seguramente al presidente del Parlament a desalojar de prensa y público la sala de plenos para debatir una moción de Transparencia. No era, sin duda, la mejor de las alternativas. Por mucho que aplicara de forma literal el artículo del reglamento. Para tratar de leyes, es conveniente saber de leyes.

Les iba a hablar de todo eso hasta el pasado fin de semana. Hasta que una batalla campal entre padres que asistían a un partido de fútbol infantil en Alaró se ha hecho famosa en toda España. Haciéndonos pasar -una vez más- vergüenza ajena. E incluso miedo y lástima por un pobre crío que aparece en el vídeo rescatado de entre la turba de energúmenos. No creo que valga la pena ya entrar a recordar que no todos los niños son Messi. Que es lamentable que los adultos se ofendan o se cabreen porque un equipo de chavales no gane a otro. Puede que incluso esté de más exigir que a estos cabestros se les prohíba volver a pisar un campo de fútbol en lo que les queda de existencia. Y es bastante posible que tampoco les lleguen las entendederas para darse cuenta que las denuncias ante la Guardia Civil no solucionan nada a estas alturas. Que sólo sirven para acrecentar el ridículo.

Decía el director del club de este diario -con mucho criterio- que estos hechos demuestran que una cosa es tener hijos, que hasta las cucarachas conocen el método, y otra muy distinta es ser padre. Y, oigan, una no tiene descendencia, pero le da toda la razón. Y volvemos en este punto al asunto de la Cultura, que tiene que ver con la Educación, también en mayúsculas. En qué les estamos enseñando a nuestros jóvenes. Con en qué criterios se van a basar para elegir los valores que guíen su comportamiento. Con qué es preferible y qué detestable. ¿Es lícito insultar, decir barbaridades o agredir porque no estamos de acuerdo con el árbitro, porque otro equipo es mejor que el de nuestro vástago o por cualquier otro motivo? ¿O es preferible que los chavales aprendan la suficiente humildad para reconocer que otros son mejores, o tengan la voluntad de asumir el reto de esforzarse para mejorar e intentar superarse -e incluso superar al otro- por sus propios méritos? ¿O que hay que saber perdonar al prójimo cuando se equivoca, aunque su error -arbitral en este caso- nos perjudique?

La lección que aprenderán de lo ocurrido es que, si no te gusta cómo van las cosas o lo que alguien te dice, lo mejor es arreglarlo a hostia limpia. Que es aceptable cabrearse cuando no sale todo como uno quiere, porque en una sociedad infantilizada no cabe la frustración y la culpa siempre es de otro. De responsabilidad, empatía, esfuerzo, juego limpio, compañerismo y superación mejor ni hablamos. Lo peor de todo es que son esos mismos padres los que luego exigen a los futbolistas profesionales que tengan un comportamiento intachable porque son un ejemplo para sus hijos. Son los mismos que reclamarán a maestros y profesores que les eduquen en la escuela. Serán precisamente ellos los que reivindiquen a los partidos políticos que no recorten en educación y que le dediquen una partida del 6 por ciento del PIB. Como si el problema de la educación fuera de dinero.

No. Hay que ser conscientes de una vez por todas que a la escuela se va educado de casa. Que eso del respeto, la autoridad y los valores se aprende desde la cuna y se refuerza en el colegio. Que los problemas no se arreglan con pataletas ni culpando o exigiendo responsabilidades al de al lado. Que, como sostiene Max Weber, la violencia -en una sociedad civilizada- debe estar únicamente en manos del Estado, que casi tiene su monopolio después de un proceso de legitimación de sus instituciones. Que sólo se justifica como coerción para evitar las violencias particulares -excepto en el caso de legítima defensa-. Si no somos capaces de entender eso y de controlar la testosterona, quizá es que no estamos capacitados para tener hijos.

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