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Cuestión de proporciones

La semana pasada reinó la alegría porque la extrema derecha había sufrido una gran derrota en las elecciones de los Países Bajos. O, al menos, en esos términos se expresaron muchos medios de comunicación. El sentimiento generalizado (que no general) de alivio sólo reflejaba hasta dónde había calado el miedo previo a un vuelco drástico y radical de las políticas sociales en aquel país y, sobre todo, al indeseado efecto contagio en las próximas elecciones francesas y alemanas. Pero estaría bien matizar las grandes frases, sean de triunfalismo jubiloso o de temor cerval, porque sólo hablamos de proporciones. Para empezar, la llamada derrota más bien parece un aplazamiento (ser el segundo partido más votado -en claro sentido ascendente y con aumento sustancial de escaños, frente a un ganador que retrocede- se vendería en otros pagos como una vicevictoria), y además, el tan temido bandazo xenófobo no supondría sino acelerar el ritmo de una tendencia que, de modo más o menos sibilino, lleva ya tiempo instalada en nuestro continente. En vez de dar una docena de vueltas de tuerca de golpe, como amenazan con hacer los emergentes partidos de derechas puras, hoy distintos países europeos con gobiernos de diverso signo (pensemos en los recortes económicos) hacen también eso tan pavoroso que se nos vende como horrible populismo. Eso sí, dan una vuelta cada vez, pero en aquella misma dirección. Sin prisa pero sin pausa, se fomentan las desigualdades y se corroen los servicios públicos básicos, y, aunque a la chita callando, aunque quizá más lento y menos pirotécnico, el resultado será idéntico que si tomaran el poder esos partidos que por ahora se mantienen en segundo lugar.

Al parecer, el populismo de baja intensidad funciona y despierta menos recelos. Aceptamos sin pestañear el que un mileurista nos parezca un potentado, un ave mitológica de rutilante plumaje, cuando hasta hace bien poco el mileurismo juvenil se consideraba la octava plaga de Egipto, y convivimos con lacras vergonzosas como la creciente presencia de una clase de trabajadores pobres o los niños con problemas de nutrición, que ya no son anécdota. Si se sigue apretando la tuerca, aunque sea con medias vueltas, y no hay reacción, la jugada está cantada. La coreografía, vieja como el mundo, se desarrolla ante nuestros ojos. A la abatida penuria sigue el descontento, y a éste, la búsqueda de culpables, casi siempre el otro. De nada vale que la penuria sea real, relativa o mediopensionista: una vez creado un estado de opinión (a base de hechos o de postverdades) e iniciado el giro de tuerca, no es fácil detenerse. La historia nos lo enseña, pero también lo apreciamos cada día si miramos el panorama internacional. Los desajustes sociales no son hongos que se reproducen por esporas: necesitan tiempo, sustrato y cultivo. Y, cómo no, jardineros empeñados en su tarea frente a una sociedad ajena y distraída.

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