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Poeta en el desierto

Úna de las paradojas en las puede caer el poeta es la de escribir en el desierto y luego quejarse de que nadie le hace caso. Normal. Si escribe en el yermo, no puede exigir la aceptación masiva. A lo sumo, podrá contar con un grupo incondicional. Más o menos como los doce apóstoles siguiendo a Jesús. Hay aquí un debate entre lo sagrado y el arte. En este caso, hablamos de escritura, y ya sabemos que la escritura es sagrada para ciertos escritores. Lo cual nos impulsa a hacer el chiste fácil. Cuidado con la sacralización del propio arte, de la propia escritura, pues el paso siguiente es convertir la obra del escritor en dogma, en Sagrada Escritura.

Otra cosa es la dedicación, en muchos casos casi monacal, que exige el acto de escribir. El encierro, la concentración, los periodos largos de rodeo, como quien da vueltas y más vueltas al acecho de la presa. Uno de los momentos más críticos para un escritor tiene que ver con la imposibilidad de continuar con lo que uno tiene en mente. Ya saben, las obligaciones domésticas, las servidumbres diarias que, a menudo, entorpecen el ritmo fluido de la obra. En estos casos, es muy fácil caer en el enfurruñamiento, en el mal carácter, en la rabia contenida o desatada, en una suerte de guerra que declaramos contra el mundo en general, siempre tan inoportuno, siempre tan exigente, siempre tan pelmazo.

Para evitar ese ensimismamiento cabreado, esa furia congelada que ataca a quien está obligado a desdoblarse y atender otros frentes que le solicitan, lo más aconsejable es transformar todas estas molestias cotidianas en material para la novela, para el poema, para el cuento, para el aforismo, en fin, para ese libro que avanza a duras penas. En definitiva, asociarse con el supuesto enemigo, llevándolo al propio terreno. Ya saben, tratar de hacer arte de lo que en principio es ajeno a él. La vida, sin duda, se hará más llevadera, menos rabiosa. Si el niño berrea, si se suceden las llamadas telefónicas, si el vecino de arriba ha iniciado unas obras que irán para largo, si odias la ciudad en la que vives, en fin, si todo en nosotros es controversia o todos se han conchabado para hacernos la vida insufrible, o eso creemos, no habrá más remedio que asumir la realidad, respirar hondo y decirnos que sí, que todas estas impertinencias van a ser incorporadas a nuestra obra, que todo este ruido irritante, en lugar de luchar contra él, será al fin y al cabo el protagonista de nuestro libro o, en este caso, de nuestro artículo, pues da un poco lo mismo el territorio que estemos pisando.

Pero nunca clamar en el desierto, para luego quejarnos de que nadie nos está escuchando. Lógico. ¿Qué esperabas, poeta difícil? Escribir en el desierto es una opción muy digna y la mar de respetable. Hay que tener valor y arrojo, pues la soledad más cruda anda al acecho, cercándonos. Y, sin duda, la soledad misma también puede ser un material precioso. Y, de hecho, lo es. Y tampoco hay que olvidar que no existen los desiertos puros, ya que en esos pretendidos desiertos, en esos yermos en los que solamente podemos oír el silbido del viento, el susurro de la arena o, simplemente, nuestras solitarias pisadas sobre el pedregal, siempre acabamos encontrando a alguien que está dispuesto a atendernos, pues ese alguien está ahí no por casualidad, sino por vocación de solitario, de viajero que se regodea en el camino, que demora su regreso al domicilio, en el caso de que tenga algún hogar. Siempre hay alguien ahí.

Ahora bien, si uno vocea su arte en la estepa rusa, por ejemplo, que se olvide de lloriquear por la falta de acogida de su obra. Tal vez, sólo pueda oír el eco de su obra o, de repente, y como una alucinación, vea aparecer a un grupo reducido de lectores que le exigirán, por favor, que no arroje la toalla, que no claudique, que no se rinda, que ellos están aquí, precisamente, para seguir apreciando su obra y, más todavía, para seguir necesitándola. Pero nada de quejarse, nada de lamentos pusilánimes, pues uno ha elegido la senda más áspera, la menos cómoda. Y esta decisión es, en el fondo, muy hermosa, aunque esa belleza no se perciba a primera vista. Ya saben, se trata de desarrollar otro tipo de arte: el arte de la perseverancia y, sobre todo, el de la paciencia.

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