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JOrge Dezcallar

Tambores no tan lejanos

Cuando los norteamericanos se quejan de intromisiones rusas en su campaña electoral con la intención aparente de favorecer la candidatura de Donald Trump y de perjudicar la de Hillary Clinton (ignoramos con qué grado de efectividad), nos enteramos de que durante los últimos tiempos de la presidencia de Obama, Washington trató infructuosamente de poner trabas al programa nuclear norcoreano utilizando precisamente sofisticadas herramientas cibernéticas. Y Wikileaks nos revela que la CIA fisga en nuestros teléfonos, ordenadores, tabletas e incluso televisiones, poniendo de los nervios a Apple, Microsoft y Samsumg. Aquí el que no corre, vuela.

El caso es que régimen ermitaño de Corea del Norte, aislado y fuera del tiempo, es un problema para el mundo que no sabe qué hacer con él. Confieso seguir con fascinación sus desfiles militares con millares de autómatas marchando al unísono, que me recuerdan la espectacular coreografía de las ceremonias nazis captadas por Leni Riefenstahl, igualmente bellas y siniestras a un tiempo. Un país de esclavos, robotizados y muertos de hambre, sometidos a la tiranía de un joven que no tiene otro mérito que ser nieto del fundador de una dinastía comunista y que se asemeja más a un sátrapa medieval que a otra cosa. Dueño absoluto de vidas y haciendas, se dice que sus campos de concentración aprisionan a 120.000 compatriotas, que hace un año hizo despedazar por perros a un tío suyo y que el mes pasado ordenó asesinar a su medio hermano en Malasia, utilizando un gas VX paralizante prohibido por la comunidad internacional pero existente en su país.

Se trata de un régimen que sobrevive a la guerra fría y encuentra espacio en las complicadas relaciones que existen entre China, Rusia y los Estados Unidos, aunque no depende de ninguno de ellos. Hubiera dejado de existir hace tiempo si no fuera por dos razones: la primera es que Beijing y Moscú no desean una península de Corea unificada y próxima políticamente a Washington y además China no quiere desestabilizarlo porque teme una inmigración en masa de norcoreanos hambrientos. Y la segunda es que Pyonyang tiene bombas nucleares, cosa que no ha logrado impedir la política de sanciones políticas y económicas que le ha impuesto la comunidad internacional porque a Kim Jong Un le trae al fresco que sus súbditos se mueran de hambre.

Hasta ahora Corea del Norte ha hecho cinco ensayos nucleares, el último y más grande en septiembre pasado, con una potencia de diez kilotones (la bomba de Hiroshima tenía quince). Eso le convierte en miembro del club atómico y le da un paraguas de seguridad pues hay que pensarlo dos veces antes de tomar medidas drásticas en su contra. Traspasar ese umbral es lo que seguramente deseaba hacer la República islámica de Irán pero no le dió tiempo y por eso tuvo más remedio que aceptar un acuerdo que al menos retrasa por diez años unas veleidades nucleares que Teherán niega.

Igualmente grave es la política norcoreana de construcción de misiles cada vez más sofisticados y de más largo alcance, incluidos algunos desde plataformas móviles y desde submarinos, y ha anunciado para el año próximo el primer ensayo de un misil intercontinental. Al parecer los de última generación utilizan combustible sólido y eso los aproxima cada vez más a la posibilidad de incorporar cabezas nucleares, lo que es una amenaza adicional muy importante pues una bomba atómica reduce mucho su peligrosidad si no hay capacidad para enviarla donde uno quiere. Según Pyongyang el objetivo de los misiles disparados hace una semana sería "atacar a las bases norteamericanas en Japón", donde los EEUU todavía tienen 50.000 soldados. También son una protesta contra los ejercicios militares conjuntos que llevan a cabo Seúl y Washington y que en el norte se perciben como una amenaza, que es lo que en realidad son.

Parece que Obama le dijo a Trump que Corea del Norte podría ser su primera crisis seria de política exterior, porque Pyongyang sigue haciendo de las suyas y la comunidad internacional se ve impotente para impedirlo, y además hay una crisis política en Seúl, donde la presidente Pak ha sido forzada a dimitir y podrían llegar al poder partidos de oposición más contemporizadores con Pyongyang. Por eso el secretario de Defensa, Mattis, ya ha visitado la zona y estos días lo hace el de Estado, Tillerson. Tienen razón en estar preocupados porque en respuesta (o con la excusa) de las últimas provocaciones, Washington ha instalado en Corea del Sur un sistema muy sofisticado para destruir en vuelo misiles de alcance medio (THAAD) que tanto los rusos como los chinos consideran una amenaza para su propia seguridad. El mismo Japón, también nervioso con el vecindario, considera reformar su Constitución para poner fin al pacifismo que le fue impuesto por los vencedores en 1945.

No quiero ser agorero, pero el lenguaje militarista cobra fuerza en el mundo. Trump, Putin y Xi gastan cada vez más en armamento, incluido el nuclear, la OTAN envía soldados y armas cerca de la frontera rusa, Moscú responde con misiles en Kaliningrado y hasta los pases nórdicos se refuerzan: Finlandia aumenta sus fuerzas armadas y Suecia resucita el servicio militar obligatorio. Y todos nos disponemos a dar más dinero a la OTAN, mientras se vuelve a hablar de guerra fría y las amenazas cibernéticas se multiplican. Es la consecuencia del mundo multipolar hacia el que nos dirigimos a marchas forzadas. Y no es atractivo.

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