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Matías Vallés

No es 'postverdad', es 'postmentira'

Donald Trump culmina la degradación de la política, no es una causa sino un efecto de la ampliación de los límites de la mentira, florece en un terreno abonado por sus predecesores y críticos

La principal y tal vez única ventaja de Trump consiste en que puedes asignarle crímenes que no ha cometido. El sindicato filosófico ha saludado el advenimiento de cuadragesimoquinto presidente estadounidense consagrando el término de la postverdad. Se aludiría al embarramiento presidencial de un concepto antaño cristalino, aunque a menudo se confunde con la resbaladiza confianza, la atención a las intenciones antes que a las razones.

La postverdad es una acuñación engañosa, porque presupone vanidosamente que hubo una época en que imperó la verdad a secas. Esos tiempos edénicos se corresponden de manera accidental con la preeminencia de quienes hoy denuncian el ocaso de la veracidad, por lo que su pretensión pasa de evidencia a coartada. Dicho de otra forma, Trump recibe la descalificación de los enemigos a quienes derrotó. En realidad, el presidente americano no da abasto para cumplir con todas las críticas que se le atribuyen.

El criminal intenta colarle su cadáver a un asesino en serie, un viejo asunto de la novela negra. La atribución viene facilitada cuando el psicópata suspira por amontonar víctimas y jamás desmentirá una acusación suplementaria. Por tanto, el mundo no se ha instalado en la postverdad, sino en la postmentira. No se abandona una situación paradisiaca, se ahonda sin complejos en el lodazal cuya génesis occidental se resume en cuatro letras, Irak. Allí se entregó cualquier pretensión de superioridad moral. Hasta ahora, Guantánamo y sus secuelas servían de justificación a dictadores tercermundistas. Trump se apropia sin complejos de la excusa, cuando declara que no ve diferencias entre la criminalidad en Chicago y "en los países de Oriente Medio". O cuando equipara a Rusia con Estados Unidos. Exalta la lógica del déspota regional.

Trump culmina la degradación de la política. No es una causa sino un efecto de la ampliación de los límites de la mentira. La ha democratizado, enarbola el pabellón de la invención mendaz en defensa del socorrido hombre corriente. No aparece ex novo, florece en un terreno abonado por sus predecesores y críticos. Tampoco puede presumir de encarnar un fenómeno genuinamente norteamericano. El ministro español Catalá ha sublimado el territorio en que se anula la validez de los discursos, con su dictamen de que nadie sueñe con aplicar al PP las normas vigentes para el resto.

Asignar a Trump el beneficio de la hipocresía implicaría reconocerle los matices de una sutileza que rechaza. La diplomacia encarecida por Kissinger no se basaba en la verdad. El esfuerzo de la prensa estadounidense por llevar a cabo un exhaustivo recuento de los errores presidenciales resulta estéril. Queda establecido que el magnate del pueblo no se rige por los criterios de la verdad, sino de la audiencia. Su triunfo consiste en mantener el protagonismo, en seguir en antena. En la civilización de la intimidad compartida, interpretar al villano es preferible a desaparecer. Quienes adoran al Heisenberg de la teleserie Breaking bad no deben asombrarse del culto a Trump.

Cuando George Lakoff, el gurú de Zapatero, insistía en imponer el discurso propio en No pienses en un elefante, no se atrevió a precisar por obvio que el ideario fuera verdadero por aproximación. Nadie discutirá a Trump la contumacia, a menudo confundida como indiferencia a las críticas. Golpea machacón, no carga contra la prensa porque le parezca el enemigo más característico, sino porque le ofrecerá un caudal infinito de réplicas. Le garantiza el espectáculo.

No se puede condenar a Trump y exonerar a Twitter, su campo de batalla predilecto. Conquistó la Casa Blanca a lomos de la red social, y desmonta en veinte palabras una elaborada censura, pero alguna responsabilidad le alcanzará a quien le brindó esta arma. Se suponía que la creatividad de internet era patrimonio de los nativos digitales. El presidente estadounidense tiene setenta años y se ha impuesto gracias a la electrónica.

La indignación de la patriótica prensa estadounidense con Trump no escapa a los parámetros de la postmentira. La desolación de las grandes cabeceras incluye una pataleta por el desdén de la Casa Blanca. Querrían mostrarse serviciales ante el presidente, como hicieron sin discriminaciones con Bush y Obama, pero el nuevo presidente no se deja. Los medios se alinearon sin reservas a favor de la guerra de Irak, o de la eliminación sin juicio y mediante drones de supuestos líderes islamistas. Aquellos polvos trajeron la postmentira totalitaria de Trump: todo está mal, así que vamos a empeorarlo.

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