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Daniel Capó

Pasión europea

En febrero del año 2010, el brillante exabogado general de la Unión Europea y constitucionalista portugués Miguel Poiares Maduro dictó una clase magistral en la Universidad Humboldt de Berlín. Habló de Dante y la Divina comedia, del sentido de la pasión en la sociedad y la necesidad de la razón en la construcción de la democracia. La pasión y la razón “constituyen una metáfora -argumentó- que me sirve para explicar cuáles son las características de una democracia exitosa. Al principio de la Divina comedia, Dante se encuentra en una situación de dificultad existencial como le sucede a la Unión Europea en estos momentos. Virgilio -el poeta romano de la razón por excelencia- le guía a través del Infierno y el Purgatorio hasta alcanzar las puertas del Paraíso. Pero entonces, llegados a ese punto, se nos explica que Virgilio, al disponer tan sólo de la razón, no puede entrar en el Paraíso”. Ese privilegio, en cambio, se le había concedido a Beatriz, el amor juvenil del poeta toscano, que representaba la urgencia indispensable de la pasión. “Con esta metáfora -prosigue Poiares-, Dante nos ofrece una lección sobre la vida, que también puede resultarnos útil para analizar las democracias. Todas las democracias exitosas necesitan una mezcla adecuada de pasión y razón”.

El dilema que se plantea no es baladí: ¿puede edificarse un proyecto como el europeo sólo con los muros de la calidad institucional y la prosperidad que se asocia al libre comercio? La respuesta inmediata -como hemos podido comprobar a lo largo de estos últimos años- es que no. Sin símbolos comunes, sin una clara idea de futuro y, sobre todo, sin una narrativa compartida que alimente la lealtad hacia una dinámica de integración supraestatal más profunda, difícilmente se puede avanzar de un modo correcto. Acontecimientos como el Brexit -o las eventuales defecciones que podrían darse en Holanda o Francia en el caso de una victoria electoral de la extrema derecha- apuntalan este supuesto. La mera razón institucional, legal, económica o burocrática no es capaz por sí sola de construir una identidad europea, ni de proyectarla con fuerza hacia el mañana. Ponerse al frente y liderar forma parte de las exigencias mínimas que los políticos europeos deben asumir si no quieren constatar cómo las deficiencias actuales de la UE erosionan irremediablemente el anhelo de integración.

En esta línea es como debe interpretarse la reciente reunión en Versalles de los países líderes de la Unión. Una Europa a dos velocidades supone precisamente el propósito de introducir un elemento de pasión entre los muros de la mera tecnocracia. Una mayor integración militar, por ejemplo, acentuaría la autonomía europea frente a la dependencia de los Estados Unidos; pero, al mismo tiempo, exigiría un plus de responsabilidad y de compromiso. No fueron los únicos temas que se trataron: ahí están las cuestiones fundamentales de la fiscalidad y la deuda pública, la protección de las fronteras y las políticas de inmigración, el papel del Estado del bienestar y los derechos sociales… Por supuesto, se trata de un debate sin duda polémico entre socios iguales que persiguen intereses contradictorios, aunque difícilmente tiene vuelta atrás. Una Europa con primera y segunda división es un continente cuyos países -al menos, algunos de ellos- están dispuestos a asumir una dosis de pasión en sus vidas. Y eso implica aceptar más esfuerzos, un mayor saneamiento y la firme voluntad de no dar marcha atrás.

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