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Antonio Papell

Trump: de la introspección al fascismo

Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía y prestigioso publicista, acaba de mencionar las connotaciones históricamente fascistas de ciertas actitudes de Donald Trump en las primeras semanas de su mandato. De hecho, ya es conocido que la elección del magnate como presidente de los Estados Unidos ha impulsado la difusión de dos obras inquietantes, Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt (1951), que se explaya sobre el nazismo y el estalinismo, y la novela 1984 de George Orwell (1949), también emanada de las experiencias recientes (Orwell estuvo además en la guerra de España antes de padecer la Segunda Guerra Mundial).

La crítica acerba de Stiglitz hace referencia al repetido conjuro America first, "Primero los Estados Unidos", prelación que, en versiones aplicadas a diversos países, ha sido utilizada por la extrema derecha universal como compendio del nacionalismo más excluyente y abyecto. Como es bien conocido, la utopía fascista busca la unidad de destino de una colectividad sin dar cabida al conflicto social, apelando a una unidad nacional establecida en un plano superior, interpretada por el caudillo, que es quien mantiene un relación directa y sin intermediarios con el pueblo.

La otra característica inquietante del recién aterrizado Trump es su relación tormentosa con la verdad, o, mejor dicho, su afición impenitente a crear la verdad que mejor se acomoda a sus objetivos. Su tormentosa relación con la prensa se resume en el hecho más revelador de todos: los periodistas fueron "los seres más deshonestos de la tierra" porque se atrevieron a afirmar que en los actos inaugurales de su mandato, en Washington, había ido bastante menos gente que en la primera investidura de Obama, algo que cualquiera podía y puede contrastar comparando las fotografías.

Desde 1945, demócratas y republicanos habían mantenido características diferentes en materia de política exterior por ejemplo. Los republicanos, partidarios de un Estado más reducido, abogaban por una mayor introspección, en tanto los demócratas creían más en la ideología, en el papel de una Norteamérica capaz de ejercer un cierto liderazgo en materia de democracia y de libertades€ Pero eran diferencias de matiz, que otorgaban en todo caso un sesgo filantrópico e ingenuamente redentor al liderazgo norteamericano, sobre todo en la época de la guerra fría. Ahora, Trump ha regresado a parajes cuasi predemocráticos al defender tan paladinamente el interés propio frente al ajeno. La erección de un muro de separación con su vecino México, postulada con alarde en un intento de humillar a la otra parte, es un gesto inamistoso, de clara insolidaridad, de mala vecindad, que no proviene de un verdadero demócrata, que por definición ha de poseer determinados ideales (fraternidad, tendencia a la igualdad, etc.) y que busca una instalación en el mundo acorde con ellos. En este mismo orden de ideas, es claro que el concepto que tiene Trump de la OTAN no es el fundacional: para este personaje arrogante, la organización militar de las democracias occidentales no es el brazo armado de una entidad política rabiosamente empeñada en la defensa de las libertades frente a las distintas formas de tiranía. De ahí su empeño desabrido y perentorio en que los demás paguemos nuestra cuota puntualmente, que choca en cierto sentido con el anuncio de que los Estados Unidos incrementarán en el 9% su ya gigantesco presupuesto de Defensa. ¿Para qué tanto dinero? ¿Qué clase de hegemonía adicional pretende lograr?

En estos términos, la relación de los países occidentales con Trump no puede ser la mera prolongación de un statu quo preestablecido que apenas necesita ser adaptado. Habrá que analizar con la debida prevención los nuevos criterios de Washington, entre otras razones para averiguar cuál es el sentido de la colaboración militar con la gran potencia. Porque no tendría sentido que siguiéramos cooperando con quien ya no tiene los mismos principios que nosotros ni persigue los mismos objetivos globales.

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