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La especialización

Se trata de una condición que inspira confianza por lo que supone de mayor conocimiento y presunto buen hacer, aunque la generalización, como siempre ocurre, no pueda asumirse sin más porque también hay especialistas en llevar la contraria o amargar la vida de quien tengan cerca. No obstante, saber del terreno que se pisa (lo que llamamos tener oficio) debiera exigirse a quien ejerce una actividad que implica a terceros y, siquiera por pragmatismo, perseguirla por lo que pueda tener de rentable.

Como afirmó Aristóteles, no es preciso saber hacer una cosa para valorar quién la hace mejor, lo cual, si a veces nos lleva por la senda correcta, en otras ocasiones puede ser motivo de permanente frustración. Me refiero ahora a bastantes de nuestros políticos; líderes a causa de componendas que tienen nada que ver con sus habilidades específicas si acaso tienen alguna contrastada, pero cuyas decisiones pueden incluso tomarse de espaldas a los expertos por mil y una razones. A nadie en su sano juicio se le ocurriría confiar la carpintería metálica a un servidor o la administración de la comunidad de vecinos a un okupa y eso es, precisamente y sin ánimo de cargar las tintas, lo que se está convirtiendo en norma para la gestión ciudadana.

Es cierto que, por lo que hace a los mercados, la mundialización facilita, junto a la consecución del mejor producto, una competencia quizá mediada por la engañosa publicidad que nos envuelve. Los bajos precios pueden sesgar la elección y dirigirnos a cualquier tienda de chinos hasta comprobar que la calidad tiene un precio que muchas veces convendrá pagar porque las manos duchas no sólo conducen a que coman truchas sus propietarios, sino que conocer el oficio compensa también al usuario, al comprador, pese a un coste superior. Y es que la oportunidad no es siempre sinónimo de acierto.

Que la preparación específica brinda seguridad y réditos a quien se la procura, amén del destinatario, parece fuera de toda duda más allá de la lucubración. La especialización, según el filósofo Popper, es una tentación irrenunciable para el científico, mientras que para el filósofo es pecado mortal; llevado al extremo, saber todo de nada (el científico) frente a nada de todo. En esa disyuntiva y por lo que respecta a nuestra cotidianidad, parece claro que la filosofía no es el mejor báculo; si hemos de sobrevivir en las mejores condiciones, y tanto en la salud como en la enfermedad, lo oportuno es requerir la ayuda del versado, y ser hábiles en cualquier actividad, individual y/o como colectivo, allega confianza y clientela. En esa línea, la fama de algunas localidades de nuestra isla: zapatos de Inca, Pòrtol para la cerámica y alpargatas de Consell; para muebles se pensará en Manacor o, de referirnos a frutas, albaricoques en Porreras y no hay mejores naranjas que las de Sóller. Parece pues obvio que ser valorado por aptitudes específicas, personal o grupalmente, añade un plus que termina por retroalimentar amor propio y cuenta corriente por la garantía que procura al usuario/consumidor.

Frente a tamañas evidencias, convendrá no mezclar operatividad, especialización y sus obvias ventajas, con filosofía o la mera demagogia con que algunos hacen de su capa un sayo, primando amiguismos u oscuros intereses por encima de la cualificación. Y ya estamos con que la política requiere un más amplio abanico de aptitudes que las pretendidas para el mecánico (aunque remarcarlo no parezca progresista), el genetista o el hacedor de alpargatas, pero asistir al espectáculo del Gran Wyoming dándoselas de chistoso sin pausa, al de Chelo Huertas o la señora Cospedal como ministra de Defensa, induce a preguntarse si acaso la inepcia, la mentira o la inconmensurable capacidad de producir hastío, están mejor valoradas en determinados círculos que un conocimiento adecuado a la actividad que se desempeña.

Se diría que la especialización no reza para quienes deciden situarse por encima de una incompetencia que los señala como ejemplos palmarios. En esa categoría de sabelotodo se incluyen, ¡cómo no!, a tertulianos y columnistas de opinión cuando sobrepasan los límites de sus respectivas titulaciones para largar de cuanto se les ocurra, como ya subrayé en mi anterior columna. Y me doy por aludido. Pese a ello, saben los tales que, muy a su pesar, cuanto digan se desvanecerá al minuto siguiente y, de escribirlo, será mañana envoltorio de objetos frágiles. Sus alabanzas o dicterios no quitarán el sueño ni harán la cama a casi nadie, lo que no cabe afirmar del político en función de comodín y que no anda ocupado en otra cosa que seguir con la sopa boba.

Por concluir: especialistas es lo que se echa en falta y, en su defecto, no hay parangón entre opinar o ser presidenta/e del Parlamento, ministra de los ejércitos o cuanto se les ocurra (hay mucho donde elegir) y en línea con los filósofos popperianos: sabiendo nada de todo y, el rebaño, a verlas venir sin terminárselo de creer. Incluyendo en él a expertos de toda laya.

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