Con toda seguridad, los historiadores del futuro hablarán de los casos de corrupción que nos azotan desde hace años como de una especie de plaga bíblica que ha terminado por infiltrarse en todos los estamentos sociales, sin que ninguna distinción entre lo público y lo privado logre definir una frontera natural. Cotejando los archivos, observarán que en el epicentro moral de la corrupción se encuentra un concepto -la “banalización del mal”- acuñado hace décadas por la filósofa Hannah Arendt, según el cual la culpabilidad se diluye en el clima generalizado de una época. Es esta banalización del mal la que convierte la impunidad y la mentira en una enfermedad crónica que origina desconfianza e indignación hacia la clase política. En todo caso, sería un error creer que la corrupción constituye un subproducto exclusivo de los grandes poderes del Estado. Al contrario, una ley no escrita constata que, a falta de controles adecuados, las unidades de poder más pequeñas -léase los ayuntamientos- resultan más fácilmente corruptibles, como si en España todavía pervivieran muchos de los vicios decimonónicos del caciquismo. Por supuesto, el control del urbanismo ha jugado aquí un papel decisivo. Pero sabemos que no sólo él. Y, precisamente por su cercanía con el ciudadano, la corrupción municipal daña de un modo grave el necesario depósito de la confianza social.

Las investigaciones llevadas a cabo por el juzgado de instrucción número 12 de Palma, que hasta el momento afectaban principalmente a los cuerpos de la Policía Local de Calvià y de Palma, han dado un salto de gigante esta semana con la detención y posterior ingreso en prisión del mayor empresario del ocio nocturno de la isla, Bartolomé ‘Tolo’ Cursach, y de su mano derecha, Bartomeu Sbert. Los delitos de los que se les acusa son de una enorme gravedad y resultan especialmente sintomáticos si tenemos en cuenta que la detención del empresario mallorquín se desarrolla dentro de la macrocausa que se instruye contra la corrupción en las Policías Locales de Palma y Calvià. Una vez más, la dificultad a la hora de separar lo público de lo privado en los entramados criminales nos sitúa ante la existencia de un problema estructural que va más allá de unos nombres concretos, para ahondar en la ausencia de controles adecuados y en esa banalización del mal que convierte en una actitud cotidiana lo que es inadmisible.

La responsabilidad de la prensa consiste en informar con rigor y en mantener un respeto escrupuloso hacia la presunción de inocencia de todos y cada uno de los acusados, evitando en primer lugar la peligrosa tentación de realizar un juicio paralelo. Así lo hacemos y así lo haremos en todo momento. Por su parte, el deber de la justicia pasa por desentrañar con eficacia y pulcritud las marañas recurrentes de la corrupción. Pero también cabe añadir que las autoridades municipales de Palma y de Calvià cuentan con la obligación adicional de dar un paso al frente para explicar a los ciudadanos qué ha ocurrido realmente a lo largo de estos años, qué está sucediendo ahora y qué medidas se van a tomar de cara al futuro. Para hacer frente a la peligrosa banalización del mal que atestiguara Hannah Arendt lo primero que la ciudadanía necesita es recuperar la confianza en los poderes públicos. Creemos que no es una cuestión baladí.