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Antonio Papell

Síntomas judiciales

En las últimas semanas, el Poder Judicial ha adoptado varias decisiones relevantes que marcan una impronta que no debería ser desconocida. No existe una corporación judicial cohesionada y monolítica, pero sí puede deducirse del conjunto de las actuaciones una difusa voluntad general que marca pautas y establece criterios de futuro. Varias sentencias han saltado a la actualidad: la del caso Gürtel, con penas extremadamente rigurosas que ya se han ejecutado antes de adquirir firmeza; la del caso Urdangarin, que se ha interpretado como blanda, quizá como resultado de una cierta servicialidad encaminada a no desestabilizar más de lo necesario las instituciones; y la del caso de las tarjetas black, que pondera la generalizada falta de escrúpulos morales de una determinada época de vino y rosas -la burbuja-, en la que ciertas desaprensivos hicieron su agosto y otros se dejaron arrastrar sin hacer preguntas.

Estas sentencias ligadas a la corrupción, que tienen un contrapunto en Cataluña con la celebración de juicio por el caso Palau -el saqueo del Paláu de la Música por Millet y Montull- que precederá a otros casos de menor cuantía -los casos Pretoria y Adigsa-, marcan el desarrollo procesal del conjunto de los episodios ligados a la financiación ilegal de los partidos (del PP y de CiU sobre todo), cuestiones que ya han quedado políticamente amortizadas en el Estado, aunque en Cataluña todavía haya de desarrollarse la depuración de responsabilidades de la familia Pujol, en fase inicial todavía.

Es notorio que la respuesta política a los tres grandes casos mencionados ha sido escasa: las protestas mediáticas y sociales a la sentencia del caso Urdangarin han sido prácticamente inaudibles, salvo en las redes sociales donde han adquirido alguna relevancia efímera. Y el Gobierno debe sentirse fuerte porque parece que ha decidido poner fin a una etapa de contrición y perfil bajo, que desembocó en un pacto anticorrupción relativamente humillante con Ciudadanos y la aceptación -a la fuerza ahorcan- de una comisión de investigación en el Congreso, que probablemente se diluirá en su propia complejidad. Significativas han sido la remoción de fiscales a cargo del nuevo titular de la Fiscalía, así como la negativa a dimitir el presidente de Murcia, investigado por supuestas irregularidades? Todo ello ante la comprensión de las restantes fuerzas políticas, incluido Ciudadanos, que no ha forzado la máquina para exigir tal dimisión.

Los cambios producidos en la fiscalía se han mantenido en la ortodoxia normativa de un modelo híbrido, en que el fiscal general es designado por el Gobierno pero no puede ser teóricamente removido; un modelo que sin embargo no resultaría aceptable si, como parece pretender el Gobierno, se hiciera recaer la instrucción en manos de la acusación pública. El Ejecutivo, en fin, muestra una fortaleza desproporcionada que no se corresponde con su exigua representación parlamentaria, y que solo puede explicarse por la debilidad y desunión de sus adversarios. El PSOE se ha dividido precisamente a causa del dilema entre prestar o no sostén a la minoría mayoritaria de Rajoy. Y Podemos, que irrumpió como una fuerza potencialmente inquietante, también se ha fracturado y se ha confinado en la extrema izquierda, un paraje de limitado alcance. Así las cosas, la referencia de estabilidad en el pluralismo español es -se quiera reconocer o no- el centro derecha de Rajoy, que se ha afianzado mediante un congreso constructivo que le consagra como el gran actor de su espacio político, en tanto Ciudadanos se consolida como eficaz bisagra de control y la izquierda se desangra en un guirigay inescrutable. Este es el escenario en que se plantea la reconstrucción de la política tras el principio del fin de la depuración de los graves excesos de estos años. No deberíamos hacernos demasiadas ilusiones.

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