Urdangarin no es mallorquín ni valenciano. En las circunstancias actuales, ninguna de estas comunidades se esforzaría por reclamar su paternidad, aunque la Audiencia de Palma lo haya adoptado como hijo pródigo. La no mallorquinidad y no valencianidad del cuñado del Rey, fugado legalmente a Suiza, nos sirve de elemento neutro para nuestra teoría de hoy. El presunto delincuente organiza un foro en Valencia, y nada menos que una sentencia judicial estipula que la "cumbre internacional" gozó de un nivel asombroso gracias a la "fiabilidad" del exduque, que se comportó además con una limpieza escrupulosa.
Al año siguiente, Urdangarin traslada su circo de vendedores de crecepelo a Palma. Idéntico contenido, idéntica factura millonaria. Sin embargo, y siempre según la sentencia infalible, en Mallorca aparecen las prevaricaciones, los fraudes y las malversaciones. Sin que varíe la excelsa "posición social" que le adjudica el tribunal, el fiabilísimo balonmanista adquiere la vitola criminal. ¿Cuál es la única circunstancia que ha variado? La ubicación geográfica. Por tanto, hemos de agradecer a la Audiencia de Palma que nos haya aportado desde su magisterio jurídico la clave de la corrupción selectiva. No es Urdangarin, no es Matas, ni siquiera es la Infanta. La culpa es de Mallorca en sí. Del aire, del agua.
Esta isla corrompe todo lo que toca, genera un campo magnético de podredumbre que nos transforma en virutas de hierro orientadas a su antojo. Si Matas hubiera sido presidente de Valencia, tampoco él acumularía tres condenas por corrupción, ni le hubieran regalado trajes, ni hubiera encargado a Calatrava el diseño de una escobilla de retrete. Ya está bien de sentirse culpables por mallorquines, de fustigarse con un cómplice "yo hubiera hecho lo mismo", cuando una sentencia deja patente que la responsabilidad penal debe atribuirse íntegramente a Mallorca y sus miasmas. Resulta liberador aprender de un texto magistral que nos basta con viajar a otra comunidad para convertirnos en honrados finlandeses.
