Supone ya un lugar común sostener que las sociedades modernas constituyen una realidad fluida, en la que resulta fácil tanto la circulación de las noticias y de la información como la creación de picos emocionales que, en ocasiones, pueden llegar hasta a perjudicar el correcto funcionamiento de la democracia. Un ejemplo claro de los riesgos asociados a esta sentimentalización del mensaje político puede ser la retórica que utilizan los populismos, los cuales insistentemente proponen soluciones simples a problemas complejos. Debido a esa extrema porosidad social, el populismo no se expresa en un único campo, sino que actúa de forma transversal provocando diversos estados de ánimo. Uno de ellos, sin duda, es el que exige avanzar hacia condenas penales más duras con el fin de afrontar conflictos de índole social. Sin embargo, no siempre las soluciones más inmediatas son las más eficaces ni las más necesarias. En este sentido, por ejemplo, no debemos olvidar que el número de presos en España es muy alto, a pesar de que nuestros índices de criminalidad no destaquen especialmente dentro del contexto europeo. Por ello sería conveniente analizar siempre la problemática social guardando la distancia debida y sujetándose a la fiabilidad de los datos. A pesar de eso, existe una poderosa tendencia de fondo que insiste en judicializar todavía más la vida pública, en endurecer las penas y en promover condenas ejemplares. Convendría, en ese caso, que no perdiéramos de vista un recto sentido de la proporcionalidad y, sobre todo de la prudencia, al aplicar el código penal, si no queremos caer en excesos contrarios al sentido común o, incluso, en alguna variante de populismo punitivo.

La dura condena al rapero ´pobler´ Josep Miquel Arenas, alias Valtonyc, que conocimos el pasado miércoles, por ofender en sus canciones a la Corona, enaltecer a grupos terroristas y humillar a las víctimas -además de realizar amenazas a ciudadanos concretos- se sitúa precisamente en ese límite dudoso entre lo que es prudente y lo que no lo es. No cabe duda de que las letras de sus canciones resultan reprobables, gratuitamente hirientes, de pésimo gusto y de un nulo valor artístico; incluso si lo situamos en el contexto subversivo y claramente provocador de una determinada concepción del arte y de la creación artística. Pero dicho esto, es posible que la sentencia de la Audiencia Nacional -que implica cárcel para el condenado- peque de excesiva y termine siendo contraproducente a nivel social. Por varios motivos: en primer lugar, porque de ningún modo debemos olvidar que en una democracia el derecho penal constituye lo que se denomina "última ratio", o último recurso, lo cual significa que la justicia debe actuar con los medios menos lesivos a su alcance para lograr sus objetivos. Y en segundo lugar, cabe temer que la sentencia condenatoria contra el joven músico mallorquín sirva de caja de resonancia para unas canciones lamentables que, hasta este momento, no habían logrado traspasar el umbral minoritario de algunos foros antisistema. En todo caso, el ámbito de repercusión de las letras de Valtonyc era ínfimo y, ahora, seguramente ya no se podrá decir lo mismo. Un prudente sentido de la proporcionalidad nos invita a pensar que no siempre las soluciones penales -sobre todo si resultan especialmente duras y ejemplificantes- son las más efectivas.