Recién investido, como presidente de EE UU, Donald Trump ha irrumpido en trompa dictando cinco órdenes ejecutivas presidenciales consecutivas en orden a la retirada estadounidense del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), la construcción de un muro fronterizo con México, la inmediata reanudación de la construcción de los oleoductos Keystone XL y Dakota Access, el inicio de la derogación del sistema sanitario obamacare y la prohibición de la entrada, retención o deportación de refugiados que ya habían sido legalmente admitidos, por razones de credo (musulmanes) y su pertenencia a la ciudadanía de un conjunto de países (Libia, Yemen, Irak, Irán, Siria, Sudán, Somalia).

Entretanto, se ha declarado favorable al uso del waterboarding (ahogamiento simulado) en el interrogatorio de detenidos (sistema que se utilizó inicialmente en el contexto de las desapariciones forzosas extrajudiciales y posteriormente en la prisión de Guantámano, actividades por las que fueron condenados por el Comité de las Naciones Unidas contra la Tortura, por el Parlamento europeo y por el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos, véanse las sentencias de 13-12-2012 y 23-03-2016, casos El-Masri vs. Macedonia y Nash y otro vs. Italia), con la evidente pretensión de demoler el legado de Barack Obama en las materias cardinales de relaciones exteriores, inmigración, derechos civiles, sanidad y cambio climático.

Se desdeñan así las consecuencias políticas y jurídicas que tales actos le pudieran acarrear al desbordar el ámbito doméstica, y el tener trascendencia internacional y colisionar con normas imperativas de derecho internacional (ius cogens), de aplicación general para la comunidad internacional (erga omnes), que recogen valores fundamentales y derechos universales, de naturaleza consuetudinaria, cuyas violaciones entrañan la responsabilidad internacional para el Estado infractor.

Me estoy refiriendo a la declaración universal de los Derechos Humanos (San Francisco 10-12-1948) que proclama el derecho de toda persona a disfrutar de éstos "sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición" (artículo 2, no discriminación), a que "nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes" (artículo 5) y que "en caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él en cualquier país" (artículo 14); al pacto internacional de derechos civiles y políticos aprobado por la resolución número 2200 de la asamblea general de las Naciones Unidas (16-12-1966) que codifica los antes citados derechos; a la convención contra la tortura y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes aprobada por la resolución número 39/46 de la misma asamblea gerenal (10-12-1984) y al convenio de Ginebra sobre el estatuto de refugiados (1951), ratificados todos ellos por los Estados Unidos.

La mayoría se elaboraron allí. ¿Qué diría hoy Eleanor Roosevelt, defensora incondicional de los movimientos de derechos civiles, delegada de su país ante las Naciones Unidas, presidenta de su Comité de los Derechos Humanos y quien encabezó la propuesta de la declaración universal de los derechos humanos, si levantara la cabeza? Seguro que no podría dar crédito al actual estado de cosas precisamente porque fueron los EE UU quienes tras finalizar la segunda guerra mundial alentaron e impulsaron la creación de las Naciones Unidas (y antes con la constitución de la Sociedad de Naciones durante el mandato del presidente de EE UU W. Wilson cuyo nombre bautiza, a modo de homenaje, la sede del alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos humanos en Ginebra, de grato recuerdo personal) con el propósito de prevenir la guerra, mantener la paz y la cooperación entre los pueblos basándose en los principios de respeto a los derechos humanos y de la dignidad del hombre (artículo 1 de la Carta de las Naciones Unidas, 26-06-1945, "sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión").

Será pues necesario analizar los decretos del presidente de EE UU (personaje ciertamente estrambótico) desde esta doble perspectiva (nacional e internacional) para poder comprender la magnitud del rechazo provocado, tanto a nivel interno como externo, y el porqué de la creciente resistencia de la sociedad civil estadounidense actuando en sintonía con aliados innegables (Alemania, Francia, Canadá, Australia, Unión Europea, UNHCR-ACNUR) que igualmente se oponen a aquellos dictados.

El quid de la cuestión, a mi parecer, radica sobretodo en el desvío presidencial respecto a la primera enmienda de la Constitución federal de 1791 (US Bills of Rights) y a las alusiones contrarias al cumplimiento de convenciones internacionales (sobre torturas y refugiados), incorporadas al sistema judicial nacional, despreciando por ello a la esencia del país que advirtiendo la importancia del envite ha sido capaz de manifestarse en el aeropuerto J.F. Kennedy de Nueva York, refutarlas ante los Tribunales federales de Brooklyn y de Washington (que adoptaron medidas cautelares de suspensión, refrendadas luego por el Tribunal Federal de Apelación) o replicarlas desde Apple, Microsoft, Google, Facebook y Starbucks (que además ha prometido la contratación de 10.000 refugiados en 75 países) significando con este gesto que las grandes empresas tecnológicas estadounidenses (que ocupan los primeros puestos en el ranking de EE UU) han percibido perfectamente la globalización del mensaje y que los despropósitos de Trump les conllevan riesgos que en ningún caso están dispuestos a aceptar.

Mi seducción intelectual por Barack Obama se produjo pronto (agosto 2007), en Nueva York, cuando el senador era todavía precandidato en las primarias del Partido Demócrata enfrentado a la candidata del establishment Hillary Clinton (véanse mis artículos en Diario de Mallorca "Entre Nueva York y la vieja Europa" y "Columbia University y la difícil reelección de Barack Obama", de 19-10-2007 y 01-11-2012) fundamentalmente por afinidad política e ideológica, su afán de cambio, sus propuestas programáticas (particularmente su defensa de la diplomacia multilateral como método de actuación en las relaciones internacionales y en la política exterior estadounidense, utilizando el mecanismo de soft power -persuasión- en lugar de la política de palo tieso de George W. Bush) además de su carisma y la solidez retórica de sus discursos (Chicago, Berlín, El Cairo).

Naturalmente en sus mandatos se han producido luces y sombras, circunstancias políticas específicas que le han imposibilitado el cumplimiento de ciertas promesas electorales debido sobretodo al bloqueo legislativo y las restricciones impuestas, en la Cámara de Representantes y en el Senado, por el Partido Republicano (mayoritario en ambas), singularmente respecto a la clausura del presidio de Guantámano (o el control de armas), pese a su triple intento. No lo consiguió (aunque la población reclusa disminuyó un 90%, de 600 a 60) pero prohibió la tortura de la CIA (mediante una orden ejecutiva) reconociendo su existencia en el comité contra la tortura de las Naciones Unidas, indultó a Chelsea Manning, evitó una guerra (incitada por Israel) con Irán a través del Acuerdo de Viena (2015) que limitaba su programa nuclear y levantaba parcialmente las sanciones, firmó el Acuerdo de París (2015) de cambio climático, mejoró considerablemente la economía estadounidense situando la tasa de desempleo en un 4,60%, aprobó la obamacare y la legalización de inmigrantes ilegales, regulando la situación de once millones de personas.

La incógnita Trump parece que se desvela en un sentido anómalo. Su afirmación "América primero" no significa que pretenda emular la doctrina Monroe y por supuesto para nada es sucesor de Ronald Reagan quien (me sorprende el hecho de que nadie lo haya recordado todavía) promulgó la ley de Reforma y Control de la Inmigración (IRCA, 1986) que representó la amnistía y la concesión de la ciudadanía estadounidense para cerca de tres millones de personas, la mayoría de origen mexicano, resultando así que el antecedente más próximo de la ley de inmigración de Obama es precisamente la de Reagan. Haría bien México estudiando, por si acaso, el dictamen del Tribunal Internacional de Justicia (La Haya, órgano judicial de las Naciones Unidas), de 9 julio 2004, que decretó la ilegalidad del muro construido por Israel en territorio palestino, dada su analogía.

Y no sólo ésta. En palabras de John K. Galbraith ("Con nombre propio", 1999): "Ronald Reagan ha sido el primer presidente keynesiano sin inhibiciones, abundante gasto público para estimular la economía y crear puestos de trabajo, todo financiado mediante deuda pública, con el consiguiente déficit presupuestario". Antes ellos dos (Galbraith y Reagan) habían sido miembros fundadores de la "American for Democratic Action", la voz liberal con influencia en todo el país. ¿Qué tiene que ver Donald Trump con esos presidentes estadounidenses venerados hoy?

*Jurista y politólogo especialista en relaciones internacionales