Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Estado del Malestar

A juzgar por lo que se dice en Twitter o en Facebook, todos llevamos encima un cabreo de mil demonios

¿Por qué estamos todos tan enfadados? A juzgar por lo que se lee en los periódicos o por las cosas que se dicen en Twitter o en Facebook, todos llevamos encima un cabreo de mil demonios. O si no lo llevamos, estamos a punto de vivir un hecho o de descubrir algo que nos impulse a coger un cabreo de mil demonios. Cualquier excusa es buena para enfadarse. Si alguien dice o escribe algo que pueda suponer una leve matización o un simple comentario a algo que otra persona haya dicho o hecho, enseguida se le acusará de ser un intolerante y un fascista o cualquier otra cosa igual de hiriente e injusta. O si la cosa no pasa a mayores porque no se entra en el terreno ideológico, como mínimo le acusarán de abusón y maleducado y cascarrabias. O de fea y gorda y muy poco querida, si la aludida es una mujer.

Todo esto es muy estúpido, y en el fondo ocurre porque vivimos -siento decirlo- demasiado bien y sin grandes preocupaciones que nos quiten el sueño. No imagino a nadie en Siria o en Mosul tuiteando algo que no sea un simple grito de auxilio, nada más. Porque si uno está realmente deprimido, o ha perdido su casa o se ha quedado sin trabajo -o peor aún, si sufre una enfermedad o vive con alguien que la sufre-, lo último que se le ocurre es ponerse a maldecir en Twitter y en Facebook contra el capitalismo o contra las feministas o contra el sistema, sea cual sea el sistema, que uno ya empieza a hacerse un lío. Quizá haya gente que lo está pasando muy mal y que aun así tenga ganas de perder el tiempo insultando y envenenando la vida de los demás, pero imagino que esa gente no es muy numerosa ni está verdaderamente deprimida ni hundida del todo. Porque si uno lo está pasando muy mal, lo más lógico es volcarse en los suyos -si es que tiene familia o gente a la que quiere- y olvidarse de todo lo demás. Soltar la mala baba puede servirle en algún momento aislado, pero desde luego no sirve como método de supervivencia.

En dos años ya he pasado bastantes veces por el hospital y ahora mismo estoy a punto de pasar de nuevo. Pero en todo este tiempo no he visto a nadie preocupado por las menudencias que a tanta gente le parecen trascendentales. He oído muchas quejas, sí, pero eran quejas por las condiciones de trabajo de médicos y enfermeras, o bien por el estado de las instalaciones o por las colas y las listas de espera, pero no conozco a nadie que se haya puesto a largar contra el aceite de palma que aparece en los productos de alimentación infantil o contra las madres que dicen que ser madre les priva de libertad y de tiempo, cosa que cualquier madre sabe que es verdad. Y aun así, si dices eso, te crucifican en Twitter, como le ha pasado a la periodista Samantha Villar, a la que también han crucificado por meterse con el aceite de palma en los productos de alimentación infantil (aunque uno se pregunta qué necesidad tiene alguien, si no es que viva pendiente de su ego y de su proyección social, de volcar continuamente opiniones sobre el aceite de palma o las tribulaciones de la maternidad). En realidad, las opiniones individuales son eso, opiniones individuales, y no tienen más valor que su buena lógica o su buena argumentación, que por lo general no suele ser excesiva. Otra cosa es que unas opiniones individuales que no han sido validadas por ningún ensayo científico se asuman como verdad oficial por parte de un organismo público, como ha ocurrido estos días con la campaña del Consell de Mallorca contra el amor romántico del Día de San Valentín. Uno entiende -y apoya- una campaña contra la cursilería mercantilizada del Día de San Valentín. Pero lo que uno no entiende es que un organismo público se pronuncie sobre un tema tan inabarcable y complejo como es el amor humano. Y encima usando fondos públicos que podrían destinarse a cosas mucho más útiles.

Hace poco he visto morir a una mujer que nació en los tiempos de la República. Su padre, militante socialista, fue condenado a muerte después de la guerra y se salvó de milagro de morir fusilado, pero dos tíos suyos sí fueron fusilados, y los dos muy jóvenes, por cierto. Esa mujer se casó con un hombre al que los franquistas también le habían fusilado al padre, otro militante socialista. Pero en su casa nadie emitió jamás una queja (tampoco el padre, que cuando llegó la Transición la aceptó de muy buena gana, convencido de que él había luchado como teniente de la República, cuando era joven, justamente para eso: las libertades civiles, los derechos sociales, la democracia representativa, el Estado del Bienestar). ¿Es que esa gente estaba hecha de otra pasta? ¿O es que nosotros nos hemos vuelto unos quejicas sin remedio? Repito que esa familia -y hubo muchas como ella- tenía motivos más que sobrados para estar eternamente de malhumor. Pero en su vida no hubo nada de eso, sino justo lo contrario: alegría, bondad, generosidad. Benditos sean.

Compartir el artículo

stats